CULMINACIÓN (Mt 5, 17-37)
Cumplimiento y plenitud. Culminación de la historia y de la Ley. Revelación definitiva de Dios. Y, como consecuencia, radicalidad y urgencia: prioridad absoluta en cuanto al anuncio de la voluntad salvadora de Dios, y en cuanto a la decisión comprometida por Él.
Opción inexcusable para quien se atreve a escuchar el evangelio de Jesús, a apercibirse de su profundidad insondable y su enraizamiento en lo más hondo, exigente e íntimo de la persona; y a tener la audacia y el coraje de no conformarse con menos. Porque, a pesar de nuestra debilidad e incompetencia para la trascendencia que nos regala el propio Cristo, el Hijo, él mismo nos hace presente que “Dios lo puede todo” y nos capacita para lo definitivo y trascendente, dotando del propio Espíritu Santo que lo identifica a Él, a esta carne nuestra pecadora y conformista, siempre reacia y recelosa para emprender el desafío de la verdadera fe y la auténtica esperanza, ya que es el desafío de aquello incapaz de ser imaginado por nuestra finitud e imposible de ser adquirido con nuestro esfuerzo.
Culminación de la historia, por mucho que la historia no haya concluido; y cumplimiento de las promesas, aunque el ya de la resurrección gloriosa y su evidencia no nos sea del todo asequible hasta que dejemos de estar encorsetados por una realidad material divinizada pero finita.
Y precisamente porque en Jesús toma cuerpo la plenitud de la revelación divina, mostrándonos su voluntad irrevocable de salvación, como decían los teólogos escolásticos, pregustamos ya la visión beatífica, que es el horizonte definitivo de la vida. En otras palabras: no es seguidor cabal de Cristo quien no saborea en su propia vida diaria, en la rutina y cotidianeidad de su existencia terrenal el gozo de la eternidad y de la culminación futura de nuestras expectativas más profundas e identificativas de nuestra persona. En Jesús somos, hemos de sabernos, y sobre todo sentirnos, “Bienaventurados”, así con mayúscula, con la mayúscula divina. No puede haber cristianos desgraciados o tristes, a los que el caer en la cuenta de su inserción en Cristo no les devuelva Él, el gozo y la alegría.
Pero tampoco podemos ignorar u olvidar el cómo lleva Jesús a cumplimiento la Ley y los profetas, porque también eso forma parte de su evangelio, de la “buena noticia” de nuestra salvación definitiva: en la radicalidad de la renuncia y de la entrega; en ese “ir más allá” de lo exigible y lo legal, de lo justo y “lo mandado”, para vivir desde le disponibilidad absoluta y la pro-existencia… La referencia del seguidor suyo no es el marco legal, sino la misericordia incondicional, la bondad sin límites del Padre, su indulgencia resucitadora de lo mejor que anida en el corazón humano y nos empeñamos en ignorar, postergar o sofocar y ahogar impunemente…
El “pero yo os digo” de Jesús marca tal grado de autoridad (de autoridad sin necesidad de leyes), de personalidad suprahumana y a la vez de cercanía y comunión con nosotros, de poder moral y de renuncia ejemplar y consecuente; que acalla cualquier intento de pretender que Dios “sea más condescendiente”, que se nos muestre “menos Dios y más humano”… Tal cosa, nos viene a decir Jesús, sería negarse Dios a sí mismo, dejar de serlo… y, al mismo tiempo, engañarnos respecto a nuestra humanidad, negar la verdad profunda de nuestra persona… en definitiva, algo así como la autodestrucción de Dios y, con ello, también de su creación… Pero Dios, lo es justamente en su misterio, y Jesús forma parte de él…
Que el cumplimiento y la plenitud se hagan especialmente manifiestos en la cruz, precisamente por haber vivido desde la radicalidad de la renuncia y la absoluta entrega, sin hacer la más mínima concesión al yo propio, en las antípodas del ensimismamiento y el egocentrism,o cuya impronta marca nuestras vidas casi inconsciente e irremediablemente, forma parte del inconcebible e insoslayable atractivo de esa persona señera absolutamente peculiar, que no sólo tiene “palabras de vida eterna”, sino que manifiesta sin complejos que se le puede tachar y acusar de ilegal, y marginarlo, porque la coherencia y el sentido de su vida, la perspectiva en la que desenvuelve su proyecto personal y la identidad de su existencia, ”procede de lo Alto”, y no necesita consultar o aprenderse códigos ni temer sanciones o condenas, sino que queda anclado en el misterio…
En resumen: ya sabíamos los humanos que Dios nos sobrepasa, y que es, por definición, quien está “más allá”… ya nos había revelado él mismo que somos su creación y nos cuida, y que no nos reclama servilismo y sumisión, ni es poder despiadado o monarca caprichoso… ya teníamos constancia, gracias al carisma de profetas y personas relevantes “movidas por su espíritu” y despertadores de nuestra más profunda sensibilidad personal, de su voluntad salvífica y de su anuncio de promesas… y ya habíamos concluido, como lógica consecuencia, que nuestra comunidad humana debe regirse por criterios de equidad y de justicia, formando un pueblo digno y agradecido… Sin embargo, con todo, nuestra condición seguía siendo humana…
El evangelio y la convocatoria de Jesús nos piden “dejar de ser humanos”, para poder entrar por fin en el “más allá” que reservábamos para Dios y que Dios no quiere sólo para sí, sino que había decidido desde siempre compartirlo con nosotros; es decir, no conformarnos con lo que siempre dijimos o nos dijeron, porque Dios trae con Él, definitivamente algo nuevo: no ya cumplir los mandatos para lograr un futuro cierto, sino algo mucho más asombroso: asociarnos al misterio… al misterio de un futuro eternamente abierto…
Es saber “lo que se dijo” con el único objetivo y el urgente deseo de conseguir trascenderlo, de incorporarse entusiasmados al “pero yo os digo”… ¿Cómo? Viéndolo cumplido plenamente en Él y siguiéndole… ¿Acaso el Cristo de Dios nos propone otro camino?…
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