SEGUIMIENTO Y RECHAZO  (Lc 12, 49-53)

SEGUIMIENTO Y RECHAZO  (Lc 12, 49-53)

La incorporación al Reino de Dios, la decisión por el evangelio de Jesús y sumarse a su discipulado, es urgente y supone riesgo. “Lo de Dios” es inaplazable y prioritario, aunque suponga controversia, rechazo o ruptura. Jesús pone en crisis a quien lo escucha sin prejuicios ni pretensiones interesadas, y su palabra imperiosa y provocadora es como fuego discriminante o espada afilada que puede ocasionar discordia, división,… porque la radicalidad del seguimiento no admite componendas…

Siendo el “mensajero de la paz”, el portador de la misericordia y el perdón, el testigo de la verdad y la bondad; Jesús no teme, sin embargo, la oposición e incluso la “división”, no se somete a esa especie de chantaje (oculto o manifiesto) de una supuesta y pretendida “unidad de clan” (o de familia, o incluso de “colectivo religioso”), que identifica a sus miembros al margen y por encima del evangelio, relativizando y subordinando éste, diríamos que “adaptándolo a su modelo” e interpretándolo a su conveniencia…

No hay que temer el rechazo, el distanciamiento, ni la división, si a eso conduce la radicalidad evangélica (no nuestra terquedad o nuestra inconsciencia), a pesar de que ello no pueda evitarnos nunca el dolor de la incomprensión; más aún, aunque sea ocasión de derramar lágrimas de tristeza… porque el propio Jesús sollozó por Jerusalén… y derramó algo más que lágrimas: su propia sangre, precisamente por ese rechazo y esa división, por la incomprensión de “los suyos” y por no formar parte de los círculos escogidos y devotos …

Toda su vida es un esfuerzo ímprobo y extenuante, agotador y sobrehumano, diríamos que agónico, por evitar la incomprensión y rigidez inflexible que surgen de un corazón “miope” y obstinado, encerrado en sí mismo y que encierra a Dios…; un intento apasionado por conducirnos cariñosamente hacia el Padre, despertarnos a la bondad con mansedumbre y dulzura, con paciencia y delicadeza. Y, sin embargo, conoce tan bien nuestra mezquindad, nuestras pretensiones de manipular a nuestro antojo al propio Dios, nuestra inconsciencia y “cerrazón”, nuestra “dureza de corazón” e intransigencia con el prójimo, que no se llama a engaño como un iluminado o un incauto; de ahí la dolorosa y lúcida advertencia:  “…no he venido a traer paz sino división…”

No creo que haya ninguna duda de la pena profunda con que Jesús pronunciaría esas palabras clarividentes; y cómo lamentaría saber que eran una verdad indiscutible, a pesar de todo el esfuerzo de su vida por querer desmentirlas, por hacer palpable a todos la paz y unidad de ese Reino en el que desaparecen las rivalidades, el odio y la discordia, y donde sólo es experimentable la comunión y la alegría, el amor y la unidad…

La vida humana de Jesús es luchar por lo imposible en el presente para acceder al futuro real, el de Dios; el único en el que brota una vida digna,  de riqueza inextinguible, y que más allá de la utopía es también nuestro futuro, aquél del que ya vivimos y en el que llegaremos definitivamente a ser quienes somos.

Y nunca tendremos bastante en cuenta que, al margen de posibles tendencias o corrientes antirreligiosas y de la antipatía y oposición u hostilidad que en determinados momentos de la historia o determinados grupos o corrientes de opinión influyentes o poderosas puedan manifestar frente a la fe cristiana, quien se opone frontalmente al verdadero plan salvador de Dios y a su misterio es justamente quien comienza por confesarse creyente o religioso y, sin embargo, no admite que sea Dios mismo quien se revele desde su inaccesibilidad, sino que busca y pretende acomodarlo a sus inquietudes, expectativas e intereses evitando que “le cause problemas”…

Al hablar de “crear división en la propia familia”, no se refiere Jesús al rechazo u oposición del “mundo”, tal como lo caracterizará más tarde el cuarto evangelio y las cartas de Juan y Pablo con sus conocidos dualismos; sino más bien a que en la propia familia, en el mismo entorno de los que supuestamente comparten vida, no tanto “la fe en Dios” como la radicalidad y la urgencia que reclama Jesús no es bien recibida, aceptada ni asumida con facilidad… Y para pretender hacerla soportable se tergiversa y manipula fácilmente, y se pretende domesticarla. En ese caso no hay opción para el discípulo: la prioridad está en Dios y en su Mesías… y ahí puede situarse “la ruptura” con aquello que hasta entonces era familiar: lo cotidiano, lo ya conocido y asimilado, lo “tranquilizador”, lo que nos instala y adormece, lo que anula, o proyecta hacia metas materiales e individuales, esa tensión hacia el futuro inherente a la vida, lo cómodo porque encaja perfectamente en nuestra visión de la realidad y del mundo; en resumen, todo lo que nos aleja o hace invisible las claves del evangelio: el asombro y el misterio, el Reino y el Espíritu… patrimonio irrenunciable del Dios al que nos da acceso Jesús y cuya revelación, percibida y asumida con agradecimiento, con alegría profunda y entusiasmo, se convierte en la prioridad absoluta de nuestra vida…

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