LAS CREDENCIALES DEL DISCÍPULO (Lc 13, 22-30)
Al Reino de Dios estamos todos convocados. La voluntad de salvación de Dios es universal. Pero eso no significa que uno pueda incorporarse a él alegre y descuidadamente, sin necesidad de exhibir las credenciales pertinentes que atestigüen el compromiso adquirido en el seguimiento de Jesús, y cuyos signos visibles son los propios “estigmas suyos”, las marcas indelebles de la entrega y el servicio, de la misericordia y la bondad, convertidas en los exponentes de la conducta del discípulo, que vive en comunión con Dios y los hermanos sin necesidad de inquietarse o hacer cábalas sobre estrategias a seguir o posibles técnicas a utilizar para entrar por una puerta de dimensiones reducidas…
Lo decisivo es la orientación que damos a nuestra vida a impulso de Jesús, el caminar “a su paso” con la fuerza regalada de su espíritu, que nos mantiene unidos indisolublemente a Él, con lo cual nunca estaremos “fuera”, expectantes ante una puerta que actúe de filtro, y amenazados de “llanto y crujir de dientes”. Su seguimiento sólo puede aportarnos una dicha desbordante e incontenible. Porque no nos habla aquí Lucas de “un juicio”, que discriminará la maldad y condenará inapelablemente a los “culpables”, que han despreciado “las leyes divinas”; sino de la imposibilidad del propio Jesús para identificar a quienes no pudo nunca llegar a conocer porque nunca ellos se identificaron con Él… Con el cierre de la puerta concluye la posibilidad de establecer esa relación de amistad y cercanía, de conocimiento y de establecimiento de lazos de cariño, que lleva al gozo del compartir y celebrar… Por eso hay que apresurarse, “es urgente” e inaplazable identificarse con Jesús y su evangelio, dejarse penetrar por su Espíritu ya ahora, y no cuando se clausure nuestro tiempo…
Es nuestra propia terrenalidad la que ha compartido el mismo Dios, precisamente para ofrecernos la ocasión de vivir la nuestra incorporados a Él, compenetrados con su persona, en intimidad y comunión con esa comunidad fraterna que Él convoca, preside y llena de vida en un horizonte abierto, pleno de confianza, de amor y de esperanza. Eso es conocerse Dios y el hombre, Jesús y tú…
Caminando así, cuerpo a cuerpo con Él, palpando su presencia y cercanía, dejándose ilusionar y enardecer por sus palabras y sus signos, sintiendo lo más profundo: el gozo desbordante de su espíritu infundido en nuestros corazones; en suma, identificándonos realmente con Él, con su persona, con su vida y su evangelio, estaremos donde esté Él y no necesitaremos llamar a la puerta como extraños… porque estaremos dentro, a su lado…
En realidad, “la puerta estrecha” viene a decirnos que sólo hay una puerta y que no hay «influencias» ni «privilegiados»… no existe una entrada para autoridades, una sala de espera VIP, ni un acceso secreto para personajes con escolta que despejaría el camino para evitar apretujones… tampoco hay “pases de favor” que franquean la entrada a quien los muestra y han sido conseguidos por influencias interesadas, adulación y favoritismo (o por protocolos cortesanos, liturgias o “méritos acumulados”)… Porque, en realidad, los amigos verdaderos e incondicionales ya han entrado con el Señor, jamás se separan de su lado y forman ese cuerpo místico indisociable del Cristo y realmente indisoluble; y los que se han quedado fuera es porque nunca lo reconocieron como Mesías y Salvador de sus vidas, centrados como estaban en otros menesteres “más importantes”…
La advertencia resulta evidente: nuestra vida no puede transcurrir en la tibieza, ni siquiera en la religiosidad de devociones y liturgias cultuales esplendorosas “en honor” de un Dios que se nos ha revelado como persona humana y podríamos decir que como prójimo “en potencia”, pero que para serlo en realidad tenemos que aproximarnos nosotros (ya que Él no obliga a nadie), y caminar a su lado…
Hay que identificarse ahora delante de Cristo (antes de que se cierre la puerta de nuestra vida…) para tener así libre entrada en su casa: nuestras credenciales no son nuestras palabras, ni tampoco nuestros posibles testimonios de haber estado en los mismos lugares, sino haber trabado contacto real con él por haber comprometido nuestra vida con la suya; por haber aceptado sus correcciones y advertencias a la hora de seguir sus pasos y hacerlo presente “fortaleciendo las manos débiles y robusteciendo las rodillas vacilantes”, al objeto de suplir las fuerzas de todos aquellos que han sido convocados como nosotros por Dios, pero que necesitan nuestra ayuda, porque desfallecen o se desaniman; o porque ignoran la inmensa riqueza y la generosidad sin límites del Señor, el cual no tiene en cuenta nuestra miseria y está siempre dispuesto a la misericordia y el perdón. Hemos de ser los portadores de ese evangelio del amor y la indulgencia, al objeto de que sean en verdad congregadas todas las naciones, reunidos todos los hombres en el único banquete, en la casa del Padre de todos, formando esa familia humana que comparte la mesa.
La única y verdadera estrechez está causada por nuestra errónea perspectiva, siempre dispuesta a medir, contar, pesar, calcular… y querer así “hacer a Dios a nuestra imagen y semejanza”, cuando es Él quien “nos ha creado a su imagen y semejanza”… y precisamente por eso nos ha hecho capaces de lo imposible y lo infinito: por todas las rendijas y resquicios de nuestra vida estrecha entra su “Espíritu Santo” (si le dejamos entrar y llenarnos), y nos convierte en reales “ciudadanos del cielo”, regidos por las leyes del amor y la esperanza, de la alegría en la entrega y el horizonte infinito; y no por las mezquinas inquietudes de quien sólo sabe y quiere contar y medir… Para el que vive así, la puerta siempre será estrecha y prohibitiva; pero para el verdadero discípulo, sin embargo, en realidad la puerta no existe: se difumina y desaparece, porque nunca ha necesitado pedir permiso para entrar al Señor, quien lo reconoce feliz como uno de los suyos…
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