HUMILDAD Y GRATUIDAD  (Lc 14, 7-14)

HUMILDAD Y GRATUIDAD  (Lc 14, 7-14)

Como Dios convoca a todos, indiscriminadamente, Jesús tiene palabras para todos, independientemente de su condición y del lugar en que se encuentren en cada momento de su vida. Y sus palabras siempre sorprendentes e inesperadas nos resultan provocadoras por varios motivos. Primero, y sobre todo, porque su voluntad de verdad y su amor a nuestra persona es tan genuino y de tal intensidad, que no puede consentir en que caminemos “como ovejas sin pastor”, cegados y atraídos por fáciles y engañosas promesas, o por señuelos de felicidad, de alegría, o incluso de aparentes y aplaudidas “buenas costumbres” y comportamientos piadosos, cuya razón de ser procede de una mentalidad y actitud de vida todavía contaminada de supersticiones, de temor y autoritarismo sagrado, de servilismo y sumisión… ¡Jesús quiere reivindicar nuestra verdadera dignidad de personas, de ser “imagen y semejanza divina”, de insatisfacción con lo terreno y anhelo de lo verdaderamente nuestro: lo divino que Él nos regala.

Por ello nos presenta esa verdad divina que desenmascara nuestros errores, más o menos conscientes y consentidos. Y tiene palabras iluminadoras para anfitriones satisfechos: para quien sólo sabe vivir desde los protocolos y normas que al encasillar a las personas nos hacen imposible compartir verdaderamente con ellas lo que somos, y enriquecernos mutuamente creciendo en “los misterios del Reino”, que son la comunión fraterna, la alegría del convivir desde la servicialidad y la entrega generosa, y la esperanza en el futuro de sus promesas; para quien muestra esa autosatisfacción complaciente del que sabe a quién ha invitado y cómo va a lucir su banquete… ; para quien en realidad está “lleno de sí mismo” porque conoce y calcula la importancia de las “normas sociales”… La vida de Dios, la que nos ofrece Jesús no se basa en los cálculos, sino en la gratuidad…

Y Jesús también quiere abrir los ojos y tiene palabras para los otros: los invitados, cuantos consideran el honor de “ser invitados” como ocasión y oportunidad de lucimiento, de autopromoción, de pretender mostrar “que son alguien” y no pasar desapercibidos (exhibicionismo y mentalidad de “escalafón”…) Sí, nuestra sociedad está organizada de ese modo; pero nuestra conducta personal no tiene por qué someterse a esos criterios, y las palabras y vida de Jesús son su constante denuncia no tanto de ese entramado social en que vivimos, como de nuestra voluntaria aceptación del mismo en lo que respecta a todo aquello que podemos vivir de otra manera, porque sólo depende de nuestra voluntad convertirlo en transparencia y sacramento de ese Reino de Dios que Él nos propone e inaugura. Somos nosotros quienes en el decurso de nuestra historia hemos convertido y falseado el gozo de celebrar y compartir, de sentirse hermanos y gozar de la fraternidad, en protocolo discriminador, en ocasión de excluir a quien “no brilla” ni tiene éxito, en exhibición de riqueza, de poder y de favoritismo interesado… Y nosotros mismos hemos vuelto a caer en la trampa: ¡cuántas veces nuestra solemne liturgia ha convertido las propias celebraciones sacramentales en motivo de exclusión de los “pequeños y los pobres”; en exhibición de lujo, poder, y protocolos palaciegos mundanos; en muestra de orgullo, de intransigencia y de acepción de personas!… Al banquete del Reino sólo entran los humildes, los que se consideran dichosos porque son pobres y sencillos, y sólo tienen palabras de gratitud y gestos de amor y comunión…

Oído atento para Dios, para su sabiduría, para descubrir su alegría, una alegría que no es superficial ni fácil, sino que penetra nuestra vida y la hace digna de ser vivida, abierta a la felicidad. Porque ése es el sabio: no el que ha presenciado los posibles grandes prodigios de Dios, sino el que está atento a su voz; no el que puede presumir de ser testigo de los grandes acontecimientos de la misericordia divina, sino el que siente ese aliento misericordioso en su vida pequeña y rutinaria; no el que puede enorgullecerse de haber asistido como espectador al despliegue de la omnipotencia y del “terror” de la presencia divina, sino  quien está cerca, aceptando sin miedo comer a su lado porque no quiere dejar de sentirse querido por él, invitado, llamado, elegido como compañero de camino para compartir sus fatigas, su cercanía, su humanidad tan pequeña como la nuestra, su impotencia, tan real como la nuestra.

Oído atento para escuchar a Jesús y ánimo firme y gozoso para seguirle sin pretender nada, sin buscar ser alguien, únicamente dejándonos llevar por él, asumiendo su invitación a la entrega y al servicio y disfrutando de ello. Porque se puede malinterpretar y, consecuentemente, ofender a Jesús en cualquiera de los diversos papeles que jugamos a lo largo de nuestra vida: siendo anfitrión o siendo invitado… Y, evidentemente, se puede ser fiel a él en las dos circunstancias: como anfitrión o como huésped. Lo importante no es el “papel” que jugamos en la vida, sino el llevarlo adelante, el jugarlo, en fidelidad a Jesús, haciendo de él ocasión de seguimiento y oportunidad de servicio. En definitiva es precisamente eso lo que resume su vida; cualquier instante supo vivirlo como ocasión de hacer la voluntad del Padre (que hace salir el sol sobre buenos y malos), y así convertirlo en ocasión de ofrecer su perdón incondicional y su entrega sin reservas.

Lucas insiste siempre en que es el ejercicio de la caridad, la sensibilidad ante pobres y desposeídos, el compartir, servir, perdonar y entregarse sin esperar nada a cambio (ni contrapartidas materiales ni agradecimientos justos), la sencillez y la humildad, la piedra de toque del seguimiento cristiano, más allá de todo acto de culto o solemnidad litúrgica. Porque ese seguimiento no es sino la respuesta a ese aproximarse sencillo y delicado de Dios a nosotros en Jesús, en  contraste con el terror de una manifestación divina espectacular y solemne. Gozamos del privilegio de conocer al “Dios cercano”, y es esa cercanía la que nos invita a que sepamos apreciar la sencillez como esencia de la divinidad, y a que la sepamos hacer presente con nuestro actuar: eso es lo que Dios ha querido decirnos siempre, el único motivo de su revelación. Pues es eso lo que nosotros, deslumbrados por el poder y por lo espectacular, no somos capaces de descubrir nunca por nosotros mismos: la humildad y la gratuidad…

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