CUANDO HABLA JESÚS (Lc 4, 21-30)
Cuando uno mira a Jesús con los ojos fijos y pendientes de él, expectante ante las palabras que puedan salir de su boca, es porque adivina que esas palabras que está a punto de pronunciar no pueden dejarle indiferente. En esos instantes de espera tensa e ilusionada le estamos anticipando a Jesús una conformidad y una esperanza no fundadas en su curriculum o en su proezas, sino en su sorprendente e iluminadora forma de vivir, cuyo fundamento se hunde en lo inconcebible y cuyas consecuencias rebosan en lo sorprendente e infinito.
El deseo irreprimible de escucharlo forzosamente ha de suponer en nosotros docilidad, confianza absoluta y voluntad de seguimiento. No puede haber en él sombra de simple curiosidad o de mera “información”. Hay mucho más en juego. Se palpa algo sólo definible como culminante y grávido de sentido profundo, de vida en perspectiva de futuro.
Todo ello, en consecuencia, implica estar abierto a lo aún desconocido, olvidar nuestros prejuicios, especialmente los que creemos más devotos y piadosos, los que más conscientemente tenemos por “religiosos”; relegar al pasado nuestras creencias más sinceras y más sagradas, hasta ahora inamovibles como signo y compromiso de fidelidad y pertenencia; y ello precisamente, porque nos mueve esa extraña intuición de haber percibido la trascendental novedad de su persona, con su pretensión de definitividad y cumplimiento más allá de lo sospechado y anhelado en las antiguas promesas propiamente divinas: Hoy, con él, se cumple, llega a plenitud, lo anunciado por los profetas, lo pretendido por Dios con su creación…
Y es preciso asumir, mucho más: aceptar con entusiasmo, que la plenitud de Dios nos desborde, nos desconcierte, y que, de ese modo, esa realización de las promesas nos sorprenda hasta el punto de llegar a defraudar nuestras entusiastas expectativas. Si lo que nos induce a esperar sus palabras con ilusión y ansiedad es su personalidad peculiar e imprevisible, que por donde pasa deja una huella imborrable de disponibilidad y de entrega, de “hacer el bien” indiscriminadamente, infundir aliento y esperanza mucho más de lo calculado o pretendido, de lo nunca visto y nunca oído; entonces, no podemos pretender que encaje en nuestros moldes y corrobore nuestros proyectos e intenciones. Porque, muy al contrario, lo experimentado a su paso es que él encarna un misterio, a medida del cual queremos construir nuestras vidas en su entorno, como satélites de su universo, porque Jesús se nos ha hecho manifiesto y patente como el único verdadero referente divino a nuestro alcance, mucho antes de saber, ni siquiera sospechar, que sea realmente “el Hijo”… No podemos, pues, imponerle nuestros esquemas querer encajarlo en ellos… ¡somos nosotros quienes lo buscamos a él!…
Hemos de buscarlo, nos sentimos impulsados gozosamente a esperar sus palabras, porque queremos hacer coincidente nuestra vida con la suya, saber cómo se llega a ser persona feliz tal como él lo es; ya que precisamente esos esquemas nuestros y proyectos de futuro y hasta de horizonte sagrado y divino, pero “creado por nosotros”, a pesar de nuestro esfuerzo en construirlo, no nos otorga lo querido… ese horizonte nuestro sí que nos defrauda y se queda en nada, dejándonos desgastados e inútiles ante los verdaderos desafíos de nuestra vida.
Y no se trata por parte de Jesús de destruir nada; pero sí, ciertamente, de reorientar nuestras más profundas aspiraciones y corregir nuestra deriva engañosa y equivocada. De ahí la eterna sorpresa de sus palabras y su contraste con nuestros planes y deseos… Si Dios es siempre lo inesperado y el “todavía no”, aunque “ya”, de la realidad y de nuestra propia vida y persona, es porque su horizonte divino es el del futuro y la promesa, nunca cerrado, sino “por definición” siempre abierto e imprevisible, ya que se sustrae al dominio exclusivo de nuestra voluntad instalada en nuestro mundo finito. El discurso de Jesús es el primado del futuro y jamás podemos preverlo desde la experiencia de nuestro pasado, ahí está el misterio…
Su anuncio y convocatoria de salvación no excluye a nadie y asume todo lo honrado, serio y profundo, todo lo realmente sagrado y religioso, pero para transformarlo y trascenderlo, evitando que se convierta en mero consuelo, en refugio de decepcionados o en proyección de falsas ilusiones, en resignación o en promesa falsa… Nuestra mejor voluntad solamente puede fabricar ídolos, pero Él nos acerca y nos trae a Dios… Sus palabras imprevistas nos declaran “lo nuevo” y nos exigen prescindir de lo que creíamos nuestra seguridad y nuestro asidero, clausurarlo, relegarlo al pasado ya extinto y condenado desde que Alguien ha llegado… y si algo de ese pasado conservamos sea como un simple recuerdo y testimonio de la buena voluntad de los ignorantes desde su ignorancia e impotencia, ahora ya obsoleta…
Evidentemente, es eso lo que tanto nos cuesta admitir en Dios, lo que “no podemos permitirle”… Jesús nos dirige su palabra para colmar nuestra sed de él y nos dice: si no dejáis a Dios ser Dios porque preferís vuestro dios, sabed que con ello estáis negándole al mismo Dios entrada y poder en vuestra persona y en vuestra vida, cerrándole la puerta. Os convertís entonces en contumaces y obcecados contra la única y verdadera voluntad divina; vosotros mismos, y precisamente por el absoluto respeto de Dios a vuestra libertad y a vuestra voluntad, le obstaculizáis y le impedís integraros en su misterio… nada puede Dios contra vosotros en ese cara a cara personal…
¿Seguimos con los ojos fijos en Jesús, expectantes y queriendo escucharle, porque en él sentimos palpitar al mismo Dios y en él descubrimos el sentido de nuestra vida?… Entonces estamos en el umbral del cielo, y no quedaremos defraudados, porque sin duda él va a hablarnos y convocarnos a su dicha… pero no pretendamos que hable con nuestras palabras… porque entonces no le dejamos otra alternativa que la de “abrirse paso entre nosotros y alejarse”…
Deja tu comentario