ANTES DE HABLAR (Lc 4, 14-21)
Hay un hablar fácil, poco arriesgado ni comprometido, así como poco determinante e influyente en el auditorio al que se dirige o que ocasionalmente lo escucha; un hablar que se convierte en un mero bla-bla-bla anodino y superfluo, porque no supone implicación personal alguna con lo escuchado, carece de identificación ni compromiso con lo que se dice o anuncia, se habla sin necesidad de convicción; como mucho resulta divertido o curioso, el discurso se convierte en pasatiempo o en juegos florales; o, en el mejor de los casos, en algo simplemente “informativo”, sin afectar al oyente directamente. Tal modo de hablar, como digo, suscita curiosidad o diversión, tal vez interés, porque se espera un rato agradable o placentero, un descubrimiento de habilidades verbales y retóricas, o incluso un relato sobre sucesos y acontecimientos desconocidos. Pero nunca genera ese profundo sentimiento de expectación, de sentimiento de solemnidad colectiva, respetuosa y tensa, en un silencio expresivo de la emoción vivida y compartida por quienes están a la espera de las palabras de alguien, en quien intuyen y saben que hay un mensaje y un carisma especial, algo de tal calibre, que escucharlo va a sumergirnos en una atmósfera incomparable, “mágica”, hablando no a nuestros oídos sino a lo más profundo de nuestra persona, descubriéndonos horizontes que ansiamos, pero que se nos escapan, porque huyen continuamente a nuestra percepción grosera, a nuestra comprensión y a nuestro dominio.
La expectación y “tensión vital” ante un personaje cuyas palabras nos traspasan y conmueven, no expresa una voluntad de conocimiento y de saber (mucho menos una simple curiosidad o un afán de “novedades”), sino la necesidad que tenemos de lucidez, de sentido de la realidad y del horizonte de nuestra vida, de llegar a lo más hondo y secreto de nuestra persona para así poder ser nosotros mismos y orientar el caminar de nuestra existencia disponiéndola como lo que debe ser: una aventura apasionante.
Descubrirnos eso no está al alcance de cualquiera. Pero cuando encontramos alguien cuya vida sugiere, y también irradia, tanto en obras como en palabras, ese abismo de misterio del que nos sentimos y sabemos penetrados, no podemos sustraernos al impulso de escucharlo, adivinando en su persona y en su discurso mucho más que mera sabiduría y enseñanza, mucho más que belleza y poesía. ¡Necesitamos acudir a su presencia! ¡Y clavar nuestros ojos en él! Sólo podemos acogerlo como algo de tal importancia y solemnidad que concentra nuestra atención y nos embarga en una emoción contenida y palpable antes de que se haga audible su voz, antes de que hable… precisamente para recibir concentrados y atentos, extasiados, la caricia de su verbo…
No es preciso decir que ésa es la única actitud posible y cabal para escuchar a Jesús y su anuncio del evangelio del Reino al que nos convoca. No se trata por su parte de querer ofrecernos “información sobre Dios”, sino de provocar su encuentro con nosotros y hacer coincidentes su realidad y la nuestra, su divinidad y nuestra humanidad; en otras palabras: afrontar el auténtico enigma de nuestra persona, nuestra realidad y nuestra vida, el enigma del mismo Dios…
No sólo se trata de que a Jesús le precede su fama, o de que el mismo Herodes tenga curiosidad por conocerlo. No es que el afán de protagonismo, de que “nadie nos lo cuente” y “ser testigos de primera fila” ante un posible espectáculo de “más difícil todavía”, nos ciegue o nos provoque. La auténtica razón y el móvil que nos impulsa a no poder acudir al encuentro con Jesús con indiferencia o frialdad, como desentendiéndonos de su persona y su discurso; sino, al contrario, sabiéndonos concernidos e implicados de forma vital y personal en la peculiaridad y radicalidad de su propia vida, consiste en que nadie (excepto el obcecado, el ignorante, o el completamente insensible a “lo humano”) puede eludir “la fuerza del espíritu” que él desprende, al aura divina que se manifiesta a su paso y con su presencia.
Jesús ni busca ni quiere “espectadores”; no pretende cautivar con su encanto ni embelesar con sus palabras; no alienta un club de seguidores ni hace competencia a líderes o a influencers; no envía a sus discípulos o incondicionales a anunciar su llegada, repartir propaganda o vender entradas y reservas para mítines, concentraciones, manifestaciones o “encuentros”… sino que está obsesionado por “salvarnos” a todos; su vida es una vida para los demás, su existencia es pro-existencia, y su propio “yo”, su “sí mismo”, lo tiene “ex-propiado”; por eso es el auténtico “hombre libre” a cuya fuerza no puede sustraerse nadie que pretenda luz, verdad y honradez, y que vea con ilusión y esperanza el proyecto que es su vida.
Es solamente así: temblando de emoción y de entusiasmo ante su presencia, que transforma e interroga; con nuestros ojos fijos en él y pendientes de sus palabras; con un deseo profundo de docilidad y mansedumbre a su lado, de “incomprensión reveladora” sobre él y sobre nuestra propia y deficitaria identidad, solamente así, podremos estar listos para escuchar sin pretensiones ni malentendidos esas palabras… Y tal vez, si lo miramos como él nos mira, ni siquiera tendremos necesidad de esas palabras…
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