NICODEMO (Jn 3, 1-21)
El desconcierto y la perplejidad de Nicodemo escuchando a Jesús es significativo, pero perfectamente comprensible. Nicodemo se nos presenta como la figura del hombre religioso y sabio, Maestro de la Ley, pero no tan engreído y seguro de sí mismo como para no dejarse sorprender por las palabras enigmáticas y desafiantes de Jesús o negar su influencia en él. Podemos imaginarlo como el hombre preocupado y sincero, estudioso por voluntad de lucidez y servicio a Dios, que no deja de interrogarse, y por eso busca e investiga apasionadamente el trasfondo de su propia religiosidad, de su sentimiento devoto y piadoso hacia Él. No se siente, como otros colegas suyos, la mayoría, poseedor del conocimiento supremo, satisfecho con su ciencia, y controlador y dominador de todos los detalles y particularidades de la Ley, que conoce hasta el punto de poder sentirse seguro y tranquilo permitiéndose mirar por encima del hombro a toda esa masa inculta, dependiente y dócil, sujeta de modo más o menos voluntario a la autoridad interpretativa y ejecutiva de los doctores, maestros y liturgistas oficiales. No, él no se siente seguro ni tranquilo; y Jesús le plantea interrogantes y dudas precisamente porque su búsqueda de sabiduría y su compromiso de fe, su voluntad de confianza y obediencia es sincera, y no responde, como en el resto de sus colegas instalados en la élite, a un mero ejercicio profesional, escalafón social o puesto de poder; sino que tiene que ver con sus interrogantes personales profundos: la fe no es en él argumento tranquilizador sino inquietud y sed insaciable…
El evangelio y la propia vida de Jesús hacen patente lo que es claramente denunciable y condenable, haciendo evidente sin ninguna clase de duda que se puede hablar de Dios y “creer” en Él con la exclusiva intención de convertirlo en la coartada de nuestra vida, a la que en aras de fidelidad a la trascendencia divina se convierte en indiscutible e inaccesible a toda crítica o denuncia de nuestra forma de existencia, ya que al erigirnos en traductores infalibles e únicos de la voluntad divina, la sometemos, puede que sin ser del todo conscientes de nuestra arbitrariedad, manipulación y deformación, a nuestros límites mentales, sociales, sentimentales, materiales… y se nos hace difícil, casi imposible, asumir y aceptar cualquier otra “mediación” divina, cualquier otro discurso teológico que cuestione o relativice nuestros criterios, ésos que nos reportan una vida cómoda, privilegiada, influyente y poderosa. La “fe en Dios” se convierte entonces para nosotros, con todas las justificaciones teóricas, en vida regalada e instrumento de poder y ejercicio de autoridad; y ello, casi inevitablemente, bloquea el evangelio de Jesús y lo hace no sólo incomprensible sino inaceptable.
Pero se puede cuestionar sin miedo a Dios. Se puede interrogar a Jesús y “pedirle explicaciones” sin temer desprecio, negativa a contestar, o represalias. Una de las características de esa impresión y autoridad que despierta, y que forma parte de la originalidad de su vida, es su disponibilidad, también para responder siempre a los interrogantes y preguntas sinceras. Incluso, como ocurre con sus milagros y con su perdón incondicional, Él mismo se adelanta a las cuestiones: lo hace con Nicodemo y lo hace con nosotros… no hay, pues, que temer nunca preguntarle o sentirse azorado en su presencia, hay que presentarle con modestia nuestras quejas, reclamarle luz y pedirle claridad. Lo único imprescindible para ejercer nuestro “derecho” (Él nos lo ha dado) a plantearle nuestras dudas u objeciones, es aquello que tanto escasea entre nosotros, y todavía menos entre “los sabios y entendidos”: humildad y sencillez… Hay que acudir a Él, aunque tenga que ser “de noche”, con actitud sincera y honrada, no como quien da lecciones y busca al otro para corregirlo y mostrar su propia sabiduría, sino como realmente se es: como aquél a quien todo su estudio y su ciencia no le permiten tranquilizar su conciencia ni saciar su sed de vida; como aquél que al reconocerlo así, constata humildemente su insuficiencia, y no se avergüenza de acudir a quien desde una forma de vida y de hablar plena y transparente, le ha despertado a una dimensión inesperada y le ha abierto a una realidad en la que toda su ciencia naufraga irremediablemente si no acierta a encauzarla hacia Él, y si no encuentra su sentido en Él…
El único fariseo a quien Jesús, sin tampoco negarle explicaciones, rechaza con contundencia irrebatible, es aquél que ni busca a Dios ni se interesa por la verdad, porque su vida está ya sólidamente instalada y programada, rechaza el interrogante y el misterio, y, en realidad, es un simple y pragmático materialista puro incapaz de amar, de gozar del prójimo, de estar unido en comunión fraterna con sus hermanos, de alegría y de esperanza… de lo único que la presencia y la palabra de Jesús le hace presente y le supone un desafío para él inaceptable y puede que desgraciadamente incomprensible…
Pero quien recibe humildemente la palabra interpelante de Aquel simple campesino galileo, cuya vida muestra por primera y única vez en la historia una transparencia absoluta, una proexistencia imposible de imitar, una excentricidad humanamente contradictoria con la para nosotros inevitable tendencia natural a afirmar nuestra propia persona; ese Nicodemo, aunque sólo se atreva a acudir a Él de noche, aunque esté lleno de inquietud y de ansiedades, y aunque sea perfectamente consciente de sus dudas, de su pasividad y de su cobardía, encontrará siempre en Jesús respuesta a todas sus preguntas.
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