COMPAÑERO DE CAMINO (Lc 24, 13-35)
La muerte de Jesús constituye una innegable y cruel decepción imposible de disimular: “Nosotros creíamos que ese Jesús…”, “Nosotros esperábamos que Él...” Lo teníamos por un gran caudillo, el anhelado e invencible Mesías, imponente cuando llegara el momento… Y resulta que es un simple compañero de camino…
Pero, ¿qué “creíamos” y qué “esperábamos”?… Durante toda su vida Jesús no había hecho otra cosa que acompañar, un acompañar tan intenso y tan envolvente de la persona a la que acompañaba, que la dejaba situada en una perspectiva nueva y enfrentada a una opción tan radical y exigente, que desconcertaba, asustaba, entusiasmaba y “hacía arder los corazones” de aquellas personas a las que acompañaba… ¿No nos basta con eso? ¿Sentirlo compartir su vida con nosotros, desvivirse por nosotros, no es suficiente y queremos un reino en herencia?… ¿Qué queremos de Dios?…
Naturalmente, creíamos que Dios tenía que darnos la razón y manifestar su presencia del modo espectacular y portentoso que nosotros esperábamos… Porque, ¿acaso no había hecho eso con Abraham cuando lo llamó?, ¿y en Egipto y en el Sinaí, por medio de Moisés en los tiempos de Alianza?, ¿y en tantas ocasiones como leíamos en esos relatos legendarios de los patriarcas, los jueces, los reyes, los profetas…? Justamente eso era lo propio de Él, de su majestad y omnipotencia. Ni esperábamos ni creíamos otra cosa, no teníamos ninguna duda: Dios debe estar siempre “a su altura”…
Precisamente porque nos sabíamos al dedillo todos los acontecimientos de aquellos momentos sublimes y terribles; y porque nos esforzábamos en no dejar pasar ni una palabra de su Ley y de sus mandatos; porque no dudábamos de que Él es el Señor del universo, y lo iba a demostrar de un modo patente e inequívoco; precisamente por eso, premio de nuestra justicia y rigor, de nuestra fidelidad a sus mandatos, el Mesías no podía dejar de mostrarnos su soberanía. Si Dios decide “descender” hasta nosotros ha de ser para hacer evidente su poder y hacernos partícipes de su omnipotencia.
Porque nosotros no habíamos olvidado cumplir con los sacrificios y rituales, con toda la liturgia y el culto establecidos, expresión de nuestra voluntad de permanecer fieles y mantener así la identidad de su pueblo; y así, “justificados por nuestras buenas obras”, no podíamos dudar de que nos mostraría su agrado y satisfacción celebrando con nosotros su majestad y poderío, y otorgándonos el privilegio de destacar a la vista de todos los incrédulos y renegados.
Y resulta que Jesús se nos ha mostrado como un dios crucificado; ha sido identificado más bien como un impostor, un iluso, o simplemente un pobre desgraciado. En cualquier caso, desde luego, como una víctima fácil y mansa, que después de excitar nuestros ánimos exaltados, muestra y hace evidente una impotencia absoluta y una fragilidad inconcebible en quien habla en nombre del Todopoderoso…
Y, sin embargo, sus palabras y su forma de vivir son las que nos hicieron concebir esa esperanza de que Dios se manifestaría en él, por medio suyo y de forma indudable. Su forma original y extraña, su inimitable peculiaridad que sembraba desconcierto e interrogantes, y aunque no encajaba en ninguna de nuestras previsiones parecía colmar todos nuestros anhelos de un modo asombroso, nos transportaba a “otro mundo posible”, más real y verdadero y más digno del hombre y de Dios… Fue esa actitud suya de cercanía y debilidad, de mansedumbre y de fragilidad, de compasión y misericordia, de acompañamiento y búsqueda de aquél que sufre para aliviar su angustia y salvar su vida, de disponibilidad completa y de perdón incondicional; es decir, fue lo más profunda y misteriosamente humano que había en Él (y no lo que habíamos creído y esperado…) lo que nos llevaba a presentir su divinidad…
Y, tal como Él mismo nos dice, nos lo ha ido diciendo continuamente mientras caminaba a nuestro lado, solamente ese evangelio suyo puede dar razón de las promesas y cumplirlas, sólo ese Dios que Él mismo nos revela merece respeto, confianza y obediencia; “el Otro”, el nuestro, el que nos empeñamos en dotar de magnificencia y poderío, es un tirano insoportable que pretende esclavos sumisos; mientras que el Padre de Jesús, el propio Hijo, el Espíritu Santo que contagia, sólo hablan lenguaje de misericordia y de bondad, de comunión… y únicamente saben pedir confianza y regalar libertad. ¿Cómo alguien puede abrirnos el horizonte de Dios como él lo hizo, y defraudar nuestra esperanza simplemente porque ha muerto de un modo imprevisto e inconcebible para nosotros? ¿Acaso eso no nos mostraba precisamente que Dios en nuestra realidad solamente puede vivir de ese modo extraño, como vivió Jesús? ¿O es que hablar del misterio de Dios quiere decir pretender encajarlo comprensiblemente en la deficiencia de lo humano? ¿Dónde quedaría su trascendencia? ¿Y a qué quedaría reducida nuestra esperanza y nuestra vida? Para ser realmente Dios, el cumplimiento de las promesas ha de superar infinitamente nuestras expectativas…
Es el error de nuestras perspectivas y de nuestros cálculos sagrados lo que arruina nuestra fe y nos lleva a renegar de Dios por no aceptar sus caminos, por pretender encerrarlo en nuestros esquemas mundanos y en nuestros programas mezquinos, por querer describirlo con todo detalle a pesar de nuestra ceguera para captar su misterio. La cruz escogida por Jesús es la constatación de esa falsa perspectiva nuestra y la condena de nuestros santos propósitos…
Pero si es verdad que hemos reconocido en Jesús el misterio inabarcable de Dios, respetémoslo y no queramos imponerle nuestra idea. Sigamos aceptándolo tras su muerte con el mismo asentimiento y convicción. Porque con su muerte Él se convierte ya en lo definitivo. Podríamos incluso decir que su resurrección no le añade nada a Él, sino que simplemente es para nosotros un nuevo modo de mostrarnos su presencia y compañía, más allá del espacio y del tiempo, como la garantía y seguridad de Dios “omnipresente”, como la actualidad de ese futuro desde el que vivimos y al que se nos convoca. Es su vida y su muerte lo que responde a todos nuestros interrogantes y angustias, a pesar del enigma y del vacío, del abismo en el que nos sumerge. Porque ese abismo es justamente el que nos convoca a la esperanza del futuro al llevarnos a apreciar la profundidad de ese “pasado” que ha sido su caminar a nuestro lado abriéndonos algo que por insospechado nos resultaba irreconocible: nuestra propia vida y su horizonte.
Dejemos de lamentarnos de que Dios no cumpla nuestras previsiones, no haga caso de nuestros consejos y frustre nuestras mejores intenciones y proyectos, nuestras más altas aspiraciones. Más bien, démosle las gracias por ello y estemos atentos a dejarnos invadir de nuevo por su palabra y su alegría acogiendo lo imprevisto e insólito del misterio de su vida, hecho presente y actual, eficaz, en el destello de su resurrección. Y miremos siempre a nuestro lado: no deja de acompañarnos… es para siempre nuestro compañero de camino, el que hace arder nuestro corazón y lo lleva a rebosar de entusiasmo y alegría… no esperemos otra cosa… Pero no nos callemos eso… porque para poder «ser acompañado», hay que ponerse en camino «acompañando»…
¿Acaso acompañar no resume y concentra el Evangelio?…
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