ENCONTRAR LA DELICADEZA Y LA TERNURA
En las circunstancias de alarma social y confinamiento actual, hay muchos que muestran su inquietud ante la falta de humanidad de nuestros planteamientos, que parecen reducirse a una egoísta búsqueda de seguridad personal a toda costa, con una insensibilidad absoluta hacia quienes son realmente las víctimas y los más afectados: las personas ancianas, frágiles y desprotegidas o solas, a las que fácilmente se ignora, abandona o trata con severidad o desagrado. Si fuera realmente así, sería un grave síntoma de que lo más importante nos estaría faltando. Pero, aunque es notorio que se dan casos de crueldad, de rechazo y distanciamiento por parte incluso de los más próximos, yo no puedo compartir esa opinión, y sigo confiando en que la bondad y la solidaridad se hacen mucho más presentes que el egoísmo y la soberbia.
Cuando hace ya algunos años estuve vecino de la muerte, desahuciado y aparentemente “condenado” sin remedio, dada la extrema y crítica gravedad de mi estado, permanecí ingresado quince largos días en la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Clínico de Valencia, mientras mis ancianos padres y mis hermanos aguardaban en Sala de Espera noche y día a que en cualquier momento se abriera la puerta y fueran informados de mi previsible final. El competente y riguroso equipo médico al completo logró que lo lógico y en principio inevitable, debido a mi gravísima situación al ingreso, así como a las sucesivas complicaciones que se presentaron, y que volvían a sumirme en las tinieblas cada vez que una leve mejoría parecía indicar que remontaría mi estado, no sucediera; y que, de tener clara conciencia varias veces de que cerraba los ojos definitivamente para llegar por fin al fondo del misterio y del abismo, pasara a recuperar totalmente y sin ninguna secuela la integridad de la salud y de la vida.
Pero esos datos objetivos de mi paso por la UCI no fueron sin embargo lo más importante. O, al menos, sólo fueron la perspectiva profesional y técnica, impecable, del tratamiento del enfermo en estado crítico que yo era. Hubo algo para mí mucho más importante, mucho más serio, mucho más humano, que me hizo sentir como un privilegiado. Tal vez la mejor manera de expresarlo sea decir que lo que allí experimentaba como paciente (y candidato al mortuorio o a la sala de autopsias), fue un trato humano, personal y cálido, que englobaba también el aspecto técnico médico y profesional, pero que no venía definido exclusivamente por esa competencia y ese rigor encomiable que me salvó la vida. En esa UCI del Clínico yo experimentaba delicadeza y ternura en todas las personas: médicos, enfermeras y enfermeros, auxiliares y celadores, cualquiera que me miraba o sonreía me hacía sentir agradecimiento, serenidad y alegría. Más allá de las precisas y reconfortantes visitas fugaces de mis padres y hermanos, que iluminaban unos minutos esa travesía del desierto, me sentía querido por todas esas personas que día y noche tenían sus ojos puestos en mí, y que veía cómo, de un modo “evangélico” (que se me permita la expresión sin ningún ánimo confesional) “se desvivían para que yo viviese”; y me confiaba de tal modo a ellas, y me ponía tan mansamente en sus manos, que lograban que me parecieran todos familiares e íntimos. Desde el médico Jefe del Servicio hasta el sufrido celador o auxiliar que con una sonrisa me lavaba o atendía, todos me hicieron conocer la delicadeza y la ternura; el rigor científico y profesional más severo y competente, devolviéndome la salud “contra todo pronóstico”, unido a la simpatía y al cariño, la serenidad y la alegría; la postración e impotencia absoluta, y la esperanza y la sonrisa…
Junto a mis hermanos y padres, que día y noche hicieron guardia sin descanso, y a quienes sabía y sentía al otro lado de las puertas; los profesionales de esta lado de la UCI me hicieron sentir feliz y dichoso, agradecido, de ser persona y formar parte de la humanidad; tanto en los momentos más críticos en que me despedía del mundo, como en los ya más tranquilos de mi recuperación progresiva.
Cuando en estas semanas, ante tantos pacientes en estado crítico, y a la vista de la saturación de hospitales y UCIs, con aislamientos rigurosos y a veces “condenas” inhumanas a la absoluta soledad y despreocupación por el débil y necesitado, muchas voces se preguntan: ¿dónde está la filantropía y la “humanidad” que pregonamos?, yo sigo pensando que, al menos en la UCI del Clínico y en sus salas, como en las de cualquier otro Hospital o Centro de Atención, como en las manos de cualquier persona que atienda al que está necesitado o solo, podemos encontrar la delicadeza y la ternura. Demos gracias por ello, y sintámonos llamados y animados a que la obsesión por la propia seguridad no nos conduzca al olvido del débil o al rechazo del prójimo. Que cualquiera encuentre siempre en nosotros la cercanía y la dulzura que yo encontré en una UCI. Las vamos a necesitar todos siempre.
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