UN TEMPLO CADUCO E INNECESARIO (Lc 21,5-19)

Lo más grandioso y sagrado que podamos construir los hombres tiene los días contados. Podemos dedicar ímprobos esfuerzos, años interminables y trabajos y medios descomunales para levantar arquitecturas faraónicas, remover tierras, cambiar el paisaje, desplazar rocas y asentar sillares edificando obras memorables; podemos extasiarnos ante la hermosura y belleza de nuestras increíbles obras de arte, proteger y cuidar hasta el extremo de lo imaginable nuestros monumentos y tesoros; honrar con devoción y estremecimiento templos colosales, santuarios y lugares sagrados, manteniéndolos día y noche bajo nuestra mirada atenta, cuidadosa, vigilante y alerta… pero caerán un día sin remedio por una de esas dos posibles causas de destrucción y de ruina que nos son tan conocidas: las catástrofes naturales cuyo control se nos escapa, aunque podamos preverlas; y la maldad, el odio, la violencia y la muerte provocada, que está siempre a nuestro alcance y cuyo ejercicio nunca olvidamos…

El culmen de la piedad y el quicio de su fe para un judío lo determinaba el Templo. No era un simple lugar sagrado, centro de peregrinación, sede del centralismo religioso unificador de un pueblo y su marca indeleble de identidad; porque no era solamente el lugar de la teofanía, sino “la morada de Dios”, su residencia entre nosotros, una parcela de la tierra “invadida” por el cielo… Eso creían…

Pero Jesús parece que los escandaliza y provoca de modo insolente: “No ha de quedar piedra sobre piedra”… es una simple obra humana (¡no divina!) y, como tal, destinada irremisiblemente a la destrucción… Más aún, su caída será el signo y prueba de la trágica incapacidad humana para conocer a Dios y para honrarlo… Porque con la caída del Templo caerá su dios ahí encerrado; la destrucción del Templo es la constatación de que allí no estaba Dios: ni era su casa ni apreciaba su culto… Lo portentoso de la edificación y la maravilla de su esplendor, las hecatombes de sus sacrificios y la solemnidad imponente de su liturgia han caducado para siempre… ahora es Jesús mismo la presencia y cercanía divina, y no hacen falta piedras para señalar su recinto… el centralismo y la dictadura sacerdotal del Templo se han clausurado para siempre, definitivamente (¡y también felizmente!)… ya sólo hay Jesús…

El contraste no puede ser más llamativo: a Dios no se le puede encerrar. Porque, en definitiva, el Templo pretende ser una cárcel, el lugar donde se quiere encadenar a Dios y dictarle nuestras normas y deseos para que nos obedezca y los cumpla… Si construimos un Templo esplendoroso es para comprar a Dios y que no proteste de su secuestro al ver tanta riqueza… Y  buscamos mantenerlo entretenido con nuestros sacrificios, culto y rituales… porque no queremos escucharlo en absoluto, sino dictarle nuestros deseos y someterlo a nuestra voluntad, comprarlo… ¡y a bajo precio!: bastan unas pocas ceremonias, oraciones y ofrendas

Por eso han de caer los templos de un dios muerto, un pálido reflejo de la verdad, un espectro de Dios… Y que no nos den miedo los cataclismos que acaban con nuestras monumentales construcciones, ¿cuándo no los ha habido?  Las piedras del Templo han de caer porque son naturaleza muerta, inerte,… y Jesús llama a la vida, y su mensaje es la libertad. Su evangelio comienza por liberar a Dios del Templo, donde lo teníamos secuestrado, del que hacemos su cárcel queriendo forzarlo a nuestros intereses bastardos, a nuestra existencia caprichosa, complaciente y placentera, a nuestras pretensiones y requiriendo milagros… En el Templo queremos obligar a Dios a ser nuestro dios… Por eso Él está asqueado de nosotros, de nuestros sacrificios, ofrendas y holocaustos…

Es bueno que caigan las piedras que aprisionan al mismo Dios, tergiversando su voluntad y malinterpretando sus palabras. “No quedará piedra sobre piedra”, dice Jesús, ¡y qué ganas tiene Dios de que acontezca!… así dejará de estar preso y confinado entre muros mezquinos y podrá ser al fin Dios, escapando de los límites humanos en los que consintió entrar… Podrá el propio Dios recuperar su libertad, la que le habíamos arrebatado y que, paradójicamente, es también la nuestra. Ése es el mensaje inaceptable de Jesús, su misma vida, el objetivo del único sacrificio real, que es el suyo: liberarlo… porque a Dios conseguir por fin serlo, librándose de nuestras manos, le cuesta la vida de Jesús, le cuesta la vida en Jesús…

¡Qué débil y pobre Dios, que se deja atrapar por nosotros y se pone a nuestro alcance dejándose encerrar en nuestros templos!… Pero, ¡qué abismo su poder misterioso y abismal! ¡Qué inescrutables sus designios!… estando prisionero y habiéndolo supuestamente confinado y domesticado, abajándose hasta la cruz hace que se desplome sobre Él el Templo de su cautividad, como Sansón, no temiendo ser Él la única víctima, para que el hombre le permita ser Él mismo… y para que así, siendo quien realmente es y no nuestro cautivo, nos libere Él mismo a nosotros de nosotros mismos…

Cuando del Templo hacemos un simple museo de Dios y lo divino, y las celebraciones gozosas de nuestra comunión con Él y los hermanos las convertimos en protocolos cortesanos y folclore sacro; entonces lo mejor que puede pasar es que sea demolido… Por eso a las palabras de Jesús y al grito de su cruz se conmueven sus cimientos y se rasga su cortina sagrada, cayendo derribados sus muros como cayeron derribadas las murallas de Jericó, obstáculo para que Dios habitara en ella con su pueblo… Porque el mensaje evangélico, el anuncio cristiano, el grito de Jesús, es demoledor: ¡Abajo el Templo que secuestra a Dios!… Por eso los cristianos no edificaban templos, ni señalaban espacios de teofanías; sino que establecían lugares de encuentro para reunirse en comunión con sus hermanos, cenáculos que son ahora el único recinto santo, pues según Jesús ya no hay templo sino en el prójimo, sagrario de Dios y único lugar donde podremos siempre encontrarlo…

Jesús mismo es quien no sólo anuncia, sino que comienza la demolición del Templo y la profanación de lo sagrado al hacer al prójimo portador de lo divino y abolir las diferencias entre sagrado y profano: es el escenario “laico” de nuestra vida el que ha sido contagiado de su santidad… Por eso Él mismo da la señal para el desmoronamiento cuando toma el látigo para denunciar nuestros abusos, al comprobar el por qué lo queremos y conservamos, y para qué lo preservamos: para hacer comercio de la ofrenda y del sacrificio, para afirmar poder y dominio en el sacerdocio y no servicio, para emplear la magnificencia y resplandor de sus piedras como lugar de ostentación y boato, y como reivindicación interesada de exclusivismos y supuestos patriotismos sagrados… Jesús sentencia nuestro templo, porque está vacío de Dios… No lo queramos, pues, llenar de ofrendas o exvotos, mejor hagámosle hueco en nuestra vida a su Espíritu Santo… porque sólo cuando se hayan derrumbado nuestras piedras y se hayan cancelado nuestros rituales y liturgias lúgubres y caducas, podremos acoger al único Dios, en lugar de imaginar y construir nuestros dioses para colocarlos sobre pedestales de mármol o pretender comprarlos en el altar de los holocaustos…

Puede que fuera bueno haber construido un Templo, y preparar ofrendas, y establecer un sacerdocio; incluso es posible que en algún momento histórico o personal nos resulte imprescindible y necesario para canalizar nuestra orfandad y nuestros miedos; pero si realmente fuera así, lo que hemos de saber (porque nos los declara Jesús), lo que nos está prohibido ignorar, es que eso nos sería preciso no por voluntad de Dios, sino a causa de nuestra incapacidad o nuestra negligencia para acoger la llamada de Jesús, el Cristo; por nuestra resistencia a recibirlo y dejarnos penetrar por ese mismo Dios que por Él, con Él y en Él se nos acerca y nos incorpora a su divinidad misteriosa y a su desafío audaz de plenitud y de futuro… Y sí, necesitamos “casas”, cenáculos, hogares donde reunirnos con Él la comunidad de hermanos; pero no para quedarnos boquiabiertos y pasmados ante lujos, esplendores, boato, solemnidad y “arte sagrado”; sino para hacer patente cómo necesitamos a hermanas y hermanos; para experimentar el fuego del amor, del calor divino y de su luz, que se nos hace real y presente con ellos, en ellos y por ellos; para compartir nuestra vida y entregarla, para enriquecernos y regalarnos mutuamente; para alegrarnos y gozar juntos… ¿acaso para ello nos hacen falta “templos, sacerdotes y holocaustos”?… Al menos no dudemos de que, como nos recuerda Jesús, algún día caerán los muros, porque serán absoluta y totalmente innecesarios… y sin embargo, Él sí que estará siempre a nuestro lado…

Dejemos a Dios ser Dios, no queramos confinarlo, encarcelarlo como prisionero en un Templo, ni en un Credo o un dogma, ni en un sacrificio legal e impecablemente oficiado… Sí, asumamos que es nuestra torpeza, nuestra tibieza, nuestra miseria y nuestro pecado      quienes nos empujan, por necios, a no saber evitar la tentación de querer someterlo a Él, de empeñarnos en encadenarlo a nuestras servidumbres para así dominarlo y controlarlo, a confinarlo en nuestros edificios, explicarlo con nuestras palabras, imaginarlo con nuestros conceptos, limitarlo a nuestros sentimientos y esquemas… en definitiva, reducirlo a nuestra vida infeliz y temerosa, en lugar de dejarnos arrastrar por “esa fuerza que sale de Él”, ese Espíritu suyo que nos hace libres y nos encamina a sus promesas…

Tenemos un solo encargo: “dar testimonio”; es decir, vivir de su mismo modo: desde la renuncia y entregados como hermanos, buscando al prójimo sin descanso, acompañando y acogiendo al otro sin miedo, creando esos espacios de encuentro y de ternura, de dulzura y mansedumbre en que cualquiera encuentre reposo, bondad, cuidado, bálsamo para sus heridas y ánimo para sus amarguras. Porque fue la prisa por llegar al Templo lo que impidió al sacerdote y al levita convertirse de devoto judío en buen samaritano… Y fue la prisa por llegar incontaminados al lugar y al tiempo sagrado lo que aceleró la condena por la Ley y el sacerdocio de un crucificado…

Y, desde luego, no tengamos la desfachatez de pretender exculparnos y consolarnos, disimular nuestra culpabilidad y nuestra ceguera a su evangelio, acudiendo abusiva e irresponsablemente al manido subterfugio de eludir riesgos y renuncias diciendo que todo lo hacemos porque Dios es tan grande que se lo merece todo hasta el exceso… porque no es nuestra dudosa voluntad de poder y de esplendor la que da la medida de Dios, sino Jesús mismo en su sencillez y su pobreza quien nos muestra su auténtico tamaño … ¿Cómo no va a caer el Templo con sus piedras?: está ya caduco… es completamente innecesario…

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