Desde hace ya unas semanas, y al hilo de algunos acontecimientos relevantes en la Iglesia Romana, como el Sínodo de los obispos alemanes y el de la Amazonía, se oye hablar con más o menos rigor sobre algunos temas candentes sobre los que todavía no se han tomado decisiones concretas y que, por mucho que quieran silenciarse o evitarse por la vía rápida de no hablar de ellos públicamente y pretender que todo está claro y definido, suscitan interrogantes sinceros, honrados, legítimos y profundos en cualquier creyente que no se conforma con un catecismo de papagayos ni con una religiosidad anquilosada y muy discutible. En concreto la polémica se centra particularmente en el celibato sacerdotal y en la ordenación sacerdotal de mujeres.
Como algunas de las voces que tercian en el debate son simple expresión de opiniones e ideas personales, pero son pronunciadas por obispos y prelados con pretensión de “autoridad” y de una definitividad absoluta, que es falsa, me siento urgido a exponer no mi opinión disidente (tan legítima y fundada como cualquier otra que investigue la verdad sin prejuicios, con honradez y sin temor); sino únicamente, pero con toda contundencia, el error e imprudencia de planteamientos que se presentan a veces como inequívocos y se pretenden de obligado cumplimiento, aventurando opiniones puramente personales cual si se tratara de profecías o dogmas.
Tal vez respecto al celibato el debate es mucho más transparente, puesto que todos admiten lo evidente: que es una mera cuestión disciplinar, revocable en cualquier momento; y únicamente la estimación de su “conveniencia” puede ser motivo de discusión. Cualquier otro intento de justificación teológica es notoriamente falso e insostenible.
Pero afirmar que “la Iglesia católica nunca admitirá mujeres a la ordenación”, proclamando con ello una especie de profecía es imprudente, atrevido, y engañoso. Y no se puede tener ningún reparo en contradecirlo. Y esgrimir como argumento que es voluntad de Jesucristo, no sólo es dudoso e indemostrable sino completamente falso. Estamos tan mal acostumbrados a presentar como voluntad de Jesucristo, las consecuencias que el colectivo eclesial de un momento dado, ha creído convenientes para su seguimiento e incluso para su simple y perfectible organización y expresión de su fe en Él, que no nos detenemos a confrontar nuestra vida y la necesidad de renovar y actualizar el seguimiento militante y fiel, con el evangelio y no con la historia de la Iglesia y con su tradición teológica.
Por desgracia, es una constante en la historia de la Iglesia, como en la de cualquier gran institución, y especialmente en las tradiciones religiosas, que son vehículo de lo más profundo y relevante de la vida de las personas, el ser reacias a actualizar planteamientos y responder a cuestionamientos e interrogantes que puedan suponer reconocer errores, deficiencias o, simplemente que reclamen cambios profundos y actitudes distintas o contrarias a las que hasta el momento se habían tenido por inconmovibles y “eternas”. Con absoluta incoherencia y actitud pusilánime muchos se muestran temerosos ante los desafíos imprevistos y casi siempre impredecibles, que la sociedad, la cultura o la simple inquietud humana sincera plantea con total honradez y legitimidad a nuestras creencias, y sobre todo a nuestra forma de hablar, celebrar y sistematizar nuestra fe compartida, tanto en su comportamiento concreto como en su cuerpo doctrinal, aferrándose al “siempre ha sido así”, “no puede cambiarse”, o: “es cuestión de fe”, o aún peor: “¡es un dogma!”…
Instalados en el inmovilismo y en la búsqueda de seguridades a ultranza, huyendo de cuestionamientos y clausurando como definitiva una teología siempre provisional e incompleta, solamente se muestran dispuestos a cambiar los decorados, como si fuera una cuestión de estética y de hacer más agradable y acorde a las tendencias actuales los mismos contenidos. Y así se niegan a admitir reformas radicales o planteamientos alternativos, reaccionando con victimismo y alarmismos frente a cualquier propuesta no prevista, o frente a interrogantes completamente novedosos, ya que el paso del tiempo nos lleva a contemplar facetas de la realidad y a tener conocimiento de cuestiones nunca antes surgidas ni sospechadas. Ante ellas se esgrimen actitudes y opiniones autoritarias, dogmáticas y pretendidas como definitiva e inapelables; y se mantienen y defienden con el único argumento del inmovilismo, de su larga perduración de siglos, cuando no están fundamentadas en el evangelio sino en la voluntad de las autoridades intelectuales y gubernativas de la Iglesia en un momento dado; y, por tanto con el sello de lo accidental y de lo efímero. Es muy grave apelar a la voluntad de Jesús para dar respuesta a problemas inconcebibles en su tiempo, porque no formaban parte del horizonte del pensamiento humano de esa época, cuya cosmovisión era radicalmente distinta a la de épocas sucesivas y cuya apreciación de la realidad estaba condicionada por circunstancias mucho más limitadas que las nuestras y que se han ido superando. La respuesta a los nuevos interrogantes no puede ser de Jesús, es nuestra; eso sí, por supuesto, buscando la fidelidad al planteamiento radical de vida que Él propone a quien quiere seguirle, basado en la dignidad, el servicio, la entrega, la igualdad y la comunión fraterna…
Precisamente porque mi fe en Jesús, el Cristo, y su convocatoria al discipulado es algo fundamental y el sentido más profundo de mi vida, no puedo ni quiero sustraerla a los interrogantes y cuestionamientos que la sociedad, la vida, el conocimiento y desarrollo de la humanidad, y los logros del progreso provocan en las costumbres, en las ideas y en las actitudes frente a la realidad y al mundo. No me da ningún miedo confrontar mi fe en Jesús, esa propuesta original y extravagante de vida, con cualquier cuestión que surja honrada y sinceramente con el progreso y con el cambio y renovación del pensamiento, de la actividad y del comportamiento humano. Y tampoco me importa constatar y comprobar la provisionalidad y caducidad de muchas actitudes, planteamientos y tradiciones, tenidos por definitivos sin serlo, adecuados en el momento en que surgieron para expresar esa fe compartida de la comunidad local y de la gran Iglesia, pero hoy ya ciertamente inexpresivas y faltas de consistencia dada nuestra distancia respecto a aquellos planteamientos y nuestro distinto modo de vida, que no valora lo que ellos tenían por importante, central e inconmovible. Y esto es válido también en el terreno de lo teórico, de la “doctrina” y la teología, que intenta dar razón de ser a nuestra fe en el contexto del pensamiento y la concepción de la realidad, del universo y de la vida. No podemos jamás los cristianos temer el replanteamiento de nuestra fe, renovando las coordenadas teológicas y las consecuencias prácticas que conlleva; al contrario, se nos exige su continua actualización, porque justamente la cruz de Jesús surge de esa afirmación del mismo Dios, de que nuestra fe en Él es un camino de renovación y de promesas, de apertura y de horizonte abierto, desafiante y rompedor frente al anquilosamiento y la herencia religiosa pretendidamente monolítica; se nos exige fidelidad no a un espectro ni a un dios muerto, sino al dinamismo y sorpresa del mismo Dios, el Dios de la vida.
Por eso, sin ninguna pretensión de provocar, escandalizar ni soliviantar a nadie, sino desde la necesidad de reconocer los desafíos y asumirlos desde la verdad y la transparencia; para animar a pensar sin miedo desde la audacia evangélica y su constante llamada a renovar y actualizar nuestra fe en la realidad, en el aquí y ahora de nuestra vida, y no según pautas ya caducas y que han cumplido su misión; y para evitar las muchas veces insensible deriva de nuestras ideas y nuestros comportamientos hacia la injustificada desautorización previa y la intolerancia; respecto a la cuestión de la ordenación sacerdotal de las mujeres me permito recordar las siguientes tesis teológicas:
- El seguimiento de Jesús, y su anuncio y convocatoria al discipulado, tiene evidente carácter inclusivo, y jamás es excluyente: “judíos y gentiles, hombres y mujeres, esclavos y libres”…
- El propio Jesús, según los evangelios, actuó al margen de clericalismos y sacerdocio institucional, y no se planteó en vida el carácter sacerdotal-sacrificial de su misión, sino en el contexto de su entrega total, que le llevó a la cruz… los rituales son invento nuestro…
- El establecimiento y organización del sacerdocio, tal como lo entendemos, se organiza y ejecuta hoy en la Iglesia Romana (acceso al sacerdocio, selección, formación y ordenación de candidatos, distinción de “grados”, clericalización y vinculación a la “administración y gestión del patrimonio eclesial”, etc.), es una cuestión de disciplina eclesiástica, y no un mandato de Jesús…
- Es evidente que en la historia de la Iglesia no se planteó el sacerdocio de la mujer como posibilidad hasta nuestros tiempos (como tantas otras cuestiones ligadas a la mentalidad de las épocas: esclavitud, violencia y guerras, pena de muerte, revolución copernicana, derechos civiles, cesaropapismo, y un larguísimo etcétera), pero eso no prejuzga en absoluto la respuesta, ni puede condicionarla…
- De lo que no hay ninguna duda es de que Jesús ni quiso ni planificó un sacerdocio eclesiástico tal como lo ejercemos en la actualidad en las distintas iglesias cristianas…
- Ni tan siquiera podemos atrevernos a decir que la voluntad de Jesús quiso esta Iglesia, ni la de ninguna de sus etapas históricas…
- El referente fundamental y decisivo para responder a cualquier interrogante de disciplina eclesiástica es la vida y la palabra de Jesús; y Él, evidentemente, no se planteó cuestiones que eran impensables en su tiempo ni aventuró soluciones proféticas a problemas futuros…
- El sacerdocio tal como lo ejerce la Iglesia, es ya de por sí una cuestión discutible, y susceptible de polémica en el contexto evangélico; pero en cualquier caso su extensión al sacerdocio de la mujer no supone ningún cuestionamiento a la fe en Jesús y a la fidelidad a su “herencia”, ni a su legado o testamento sacramental ni doctrinal…
Y, con todos los respetos, pero con toda contundencia, me permitiría aventurar una tesis final:
9. Parece conveniente y necesario, en esa tarea constante e inacabable de rescatar el evangelio de las ineludibles coordenadas temporales, siempre provisionales y efímeras, en las que ha de plasmarlo cada generación cristiana, con fidelidad y audacia por mandato del propio Jesús, llegar a establecer la igual dignidad de todas la personas en la asunción de responsabilidades ministeriales en las comunidades cristianas…
En todo caso, de lo que no hay ninguna duda es de que la ordenación de mujeres es una cuestión que no escandaliza a nadie, que no supone el más mínimo atentado a la fidelidad al evangelio y al seguimiento de Jesús, y que su planteamiento y reflexión nos viene exigido a los cristianos actuales, y hemos de tratarlo con audacia y sin ningún temor. Y de cualquier modo, atreverse a pronunciar profecías sobre su imposibilidad es caer en una desmesura demasiado pretenciosa, muestra de miedo y voluntad de inmovilismo; o, de algo peor… pero en el mejor de los casos, de imprudencia…
Bravo!! Muy Valiente!!