¿VIDA ETERNA? ¿PARA QUÉ? (Lc 20, 27-38)

Según los testimonios de la época, parece ser que los saduceos, como muchos otros devotos de ayer y de hoy, no se inquietaban mucho por “la resurrección de los muertos” y “la vida eterna”. Bien instalados como estaban en este mundo, ocupando los puestos destacados y gozando de todas las ventajas aquí en la tierra, preferían relegar el  supuesto de un futuro desconocido  (posiblemente más igualitario…), al terreno de la ilusión y consuelo de los desfavorecidos, los ingenuos, o los siempre poco fiables pensadores y filósofos… Y es que cuando uno vive bien, negar la resurrección es lo más sencillo para acallar conciencias. Por conformismo y por pereza. Por comodidad y por evitarse el riesgo de pensar y tener que sacar conclusiones…

Lo más tranquilizante y satisfactorio, lo menos arriesgado y comprometido cuando estamos situados en los puestos de disfrute y privilegio, y la vida más que sonreírnos parece invitarnos a la carcajada y al derroche, como les ocurría y les ocurre a tantos saduceos, es considerarla como algo que es “propiedad exclusiva mía”; y en consecuencia, rechazar injerencias e influencias ajenas que puedan desestabilizar nuestra pretendida absoluta y completa libertad. Ni siquiera la injerencia, puede que molesta, del mismo Dios. Hay que cerrar los ojos al precio de nuestro bienestar y a las consecuencias que tiene para los demás nuestra situación ventajosa, y negarle a cualquier otro capacidad de decisión sobre nosotros (repito, incluso a Dios), rechazando abiertamente (incluso con hostilidad si fuera menester), no ya disposiciones, pautas o comportamientos y acciones que nos afecten directamente, sino incluso consejos, advertencias o simples sugerencias… no consentimos que nadie se inmiscuya en nuestra vida, y ese nadie afecta, directa o indirectamente, también al Dios en quien ciertamente creemos… pero “mi vida es exclusivamente mía…”

Sin embargo no hay afirmación más falsa. Desde nuestro nacimiento involuntario hasta nuestra muerte no planeada, tal afirmación de absoluta autonomía solipsista viene desmentida a todos los niveles: material, afectivo, espiritual… en realidad ese pretendido endiosamiento es precisamente el camino de la autodestrucción, de nuestra propia aniquilación y extinción, pues es indiscutible la imposibilidad de autonomía completa y de autoperpetuación… Afirmar un total, absoluto y retroalimentador dinamismo de nuestra vida individual es falso y nefasto, es la autocondena a un ostracismo definitivo, único objetivo realmente a nuestro alcance si así pensamos…

Si no es preciso referirse a Nietzsche para afirmar que el cristianismo es la religión de los débiles, y que la creencia en la resurrección es el consuelo de los desheredados y frustrados; tampoco lo es aludir a los saduceos para afirmar que su negación (de la resurrección) y el conformismo con este mundo es la pretensión y el sueño insultante y autosatisfecho de los poderosos y los ricos… Pero una auténtica fe en Dios y su misterio, tal como nos la desvela y propone Jesús con su evangelio y con su misma vida, nos sitúa en otra perspectiva, porque valora nuestra vida desde otros supuestos: ni la pobreza y sencillez necesita o busca compensación y consuelo, ni la riqueza y el poder pueden conseguir perpetuación eterna a pesar “del orgullo de los satisfechos”… Porque la fe en la resurrección comienza necesariamente por el reconocimiento de nuestra inconsistencia, el descontento con nuestra imposibilidad para colmar nuestra vida por nosotros mismos, y “la nostalgia del totalmente Otro” y del reinado de la fraternidad, la igualdad, la comunión plena y el amor gratuito e incondicional… Por eso el futuro y la esperanza son fuente e indicativo de nuestra fe en Dios, único garante de eso que anida en lo profundo y misterioso…

Porque en realidad el saduceo, el satisfecho de sí mismo, no cree en Dios, porque no duda… Solamente cree en sí mismo, y como propietario, por eso pretende incluso lo imposible: apropiarse su vida. Y así sólo la define desde su petulancia y jactándose de su patrimonio… ¿para qué necesita a Dios? Más bien lo utiliza simplemente como garantía del orden establecido, para perpetuar su estatus y ejercer su influencia y su dominio… ése sí que es opio del pueblo y proyección de deseos, a ese dios sí que hay que asesinarlo… Pero tal dios no existe sino en la imaginación del saduceo, por eso es ajeno a resurrección y a vida eterna… como él mismo es su propio dios, no puede perdurar, revivir o perpetuarse…

Es cierto que quienes, como los saduceos, se definen como creyentes únicamente porque sí necesitan un porqué de su vida, y se atreven a decir: “Algo debe haber…”; a pesar de esa aparente “confesión de fe”, hacen bien en mirar con recelo a Jesús, porque la cercanía de Dios en él es una luz tan intensa que desautoriza nuestra forma de domesticar y acomodar a nuestra conveniencia nuestro reconocimiento de su misterio. Hacen bien, visto desde su perspectiva, en “poner a prueba” a Jesús, porque si Él tuviera razón y Dios se hace patente en su persona, si Dios vive como Jesús, el aparente sentido y solidez de su vida y de su fe se desmorona sin remedio, y ello implicaría reconocer la vaciedad en la que se han instalado y hacia la que han proyectado su existencia, y entonces les desafía a convertirse en discípulos… y ya se sabe, Él lo ha dicho rotundamente: “quien no renuncia a sus riquezas no puede ser discípulo mío”

Pero poner a prueba a Jesús nos deja siempre en la evidencia, porque su transparencia y la contundencia de sus palabras y de su vida socava todos nuestros posibles argumentos interesados y falaces, desmorona nuestros andamios y fachadas, y desautoriza nuestras reglas de juego, poniendo a la vista la mezquindad de tantos comportamientos religiosos y tantas “fes” interesadas… Y la rotunda respuesta de Jesús a cualquier cuestión o interrogante, a polémicas o “pruebas” que se le presenten es una arenga: “¡Vive!” “¡Dios es vida!”, acompañada de su necesaria e inseparable ilustración de cómo es la vida de Dios, de la que nos hace regalo: la que vive Él, Jesús… la que no se limita a lo sensible y constatable, lo perecedero; y precisamente porque eso sensible y pasajero es lo que está a nuestro alcance y depende de nosotros, siervos indignos, y lo convertimos en escaparate de desigualdad y de injusticia, de ambición y de dominio, de desprecio del otro y de voluntad de imponernos. Si la vida se resolviera así ¿para qué la fe?, ¿cómo habrá Dios?  Únicamente como un instrumento en manos del poderoso, del ideólogo y del fuerte, del demagogo y del hechicero, para someter y sojuzgar, para buscar la superioridad y asegurarse el privilegio… ¡Cómo va a creer en la resurrección un saduceo!  ¡Cómo va a admitir que Dios sea bueno!  ¡Cómo reconocer un futuro de igualdad radical y fraternidad!… ¡Qué pobre el dios de la riqueza!… Pero si la forma de vivir Dios en nuestro mundo es la de Jesús, entonces sí hay Vida, y esa vida es eterna, inagotable, abismal precisamente por inimaginable…

Un intento de exponer la “incoherente coherencia” del saduceo podría formularse del siguiente modo: ¿cómo no creer en Dios, cuando sabiéndose persona al mismo nivel que los demás, uno se encuentra en la cúspide, en el lugar del triunfo social, encumbrado previamente a cualquier posible “mérito” suyo; mientras que tanta gente con idénticas o incluso mayores cualidades están sin embargo por debajo de él y “a sus órdenes”?… pero, por otro lado, ¿cómo atreverse a creer en la resurrección, si eso implicaría perder su estatuto de privilegio, el evidentemente sancionado por Dios, el único desde el que se siente pletórico y “vivo”?…  mejor no pensar demasiado y dedicar todo el esfuerzo a perpetuar el propio estado de la única forma conocida y controlable… Y es que los dos extremos se tocan y coinciden en sus conclusiones: el de los que no admiten a Dios y “su cielo” porque no quieren eternizar su sufrimiento, y el de los que lo hacen porque no quieren perder sus privilegios…

Pero si Jesús es el paradigma de la renuncia y del rechazo absoluto de los privilegios y el poder, si Él es la presencia divina, y si su evangelio es la revelación de Dios, la encarnación de esa vida divina; entonces un saduceo no puede creer en Él… se quedará con su hechicero, con su azar y su “destino”…

Hasta la propia pregunta con la que pretende justificar su increencia y su conformismo interesado de modo ingenioso y burlón, adolece de todas sus inconsecuencias, incoherencias y “necia astucia”: sólo sabe hablar de la vida y las personas en términos de “propiedad”… el único sentido y la única dignidad que saben encontrar en ellos mismos es la de “ser propietarios” hasta de otras personas, hasta de sus mujeres… ¡qué lejos están de ser humanos!  ¡y qué lejos de Dios y de la vida!… Tal vez esté ahí el quid de la cuestión: tomar la vida con mentalidad de propietarios y de sujetos de privilegios y derechos nos incapacita para comprender a Dios y la auténtica VIDA, la que Jesús nos muestra y a la que nos convoca: la de la resurrección en su Reino… nos resultará siempre incomprensible, pero presentida y ya eficaz, y dadora de gozo y plenitud por medio de Él. Por eso la alegría y la dicha de Jesús habla de futuro y de Bienaventuranza en términos de pobreza y de sencillez, de desprendimiento y de renuncia… ¿Dejaremos algún día, por fin, de abandonar del todo la perspectiva del saduceo?… Porque, no lo dudemos, como dice Jesús, “No es Dios de muertos sino de vivos: porque para él todos están vivos”… ¿hasta los saduceos?… quizás lo lamentarían…

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