Para los primeros cristianos, los del tiempo en que Lucas escribe su evangelio, confesar su fe en el Cristo, en ese Jesús muerto en la cruz y resucitado, y aceptar esa nueva forma de vida cristiana que, como él mismo dice en el libro de los Hechos de los Apóstoles, “ha revolucionado al mundo entero”, suponía en muchos casos una auténtica ruptura con todo lo que hasta el momento de su bautismo, había constituido el eje de su vida; y con frecuencia, además de suponerles dificultades e incluso persecuciones, llegaba a provocar una inevitable ruptura con la propia familia.
Hoy, aunque en algunos lugares, y en determinadas personas y circunstancias perduren la intolerancia religiosa, e incluso brotes de persecución sectaria; no es habitual, y menos en nuestra sociedad occidental, que la práctica religiosa de alguien provoque división o enemistad en la propia familia, o manifiesta hostilidad en su entorno o en la sociedad. Se nos hace, pues, difícil poder captar todo lo que un lector al que se dirigiera en su origen el evangelio podía apreciar desde su experiencia vital y su compromiso militante. Pero lo evidente es que vivir en el seguimiento fiel a Jesús será siempre una rareza y motivo de incomprensiones y de escándalo…
Jesús no solamente quiso convocar a los discípulos a vivir desde una óptica divina, la suya propia, y a constituir inexcusablemente una comunidad fraterna cuyo comportamiento, inspirado y acompañado por Él, y animado por el fuego inextinguible del Espíritu divino, estuviera cimentado en una vida de servicio, de bondad y entrega; sino que también se esforzó en que todo discípulo se apercibiera de que vivir de ese modo es también asumir riesgos, exponerse a la intemperie, renunciar a exigencias y legítimos derechos, conjurarse por una causa perdida…
La lucidez y la clarividencia frente a la realidad y a lo que nosotros mismos somos como personas, imprescindible para comprender y aceptar el anuncio de Jesús, nos exige ser conscientes del riesgo que comporta el seguimiento. Porque su reclamo es serio, envolvente y determinante: ser portador de paz, renunciando a la venganza e incluso a la justicia; ser pregonero de la compasión y del amor, sin reclamar los propios e inalienables derechos; ser garantes de la indulgencia y del perdón, olvidando tomar represalias; ser oasis y remanso de delicadeza y de ternura, desterrando amarguras y resabios; contagiar serenidad, dulzura y mansedumbre, en lugar de inquina, iras o recelos; irradiar luz y no sombra, alegría y no tristeza, ilusión y entusiasmo en lugar de desencanto o conformismo resignado…
Y no podemos caer en la ingenuidad o en el engaño de creer que ese reclamo nos vaya a suponer el aplauso ni siquiera de aquéllos más cercanos a nosotros y que creen acompañarnos… Porque no es una cuestión de maldad, de odio o enemistad; sino simplemente de incomprensión, de sometimiento inconsciente a las “leyes de este mundo” ante la subversión de valores que propugna una vida como la de Jesús… Justamente esa incomprensión es lo que constituye el sufrimiento cristiano; por eso a Jesús no le duele tanto el martirio de la cruz como la ignorancia, ¿culpable?, de quienes creen que Dios no puede estar con Él, y menos aún estar “en Él”… ¿Acaso no es ése el auténtico misterio de Dios? ¿El escándalo de la cruz? ¿La necedad de Su sabiduría? ¿Lo intolerable de Su bondad? ¿Lo injustificado de Su perdón? ¿Lo inexcusable de Su omnipotencia?… ¿No es eso lo irremediablemente incomprensible de Su Revelación?…
Jesús, pues, nos advierte, nos instruye sobre el riesgo. Pero lo hace después de habernos contagiado su entusiasmo y de hacernos partícipes de su alegría y del fuego de su Espíritu… después de hacernos experimentar la dicha inmensa de poder acompañarlo, de habernos abierto el horizonte, de haber enriquecido hasta el infinito las expectativas de nuestra pobre vida… Solamente cuando ya nos ha invitado a poder gozar con Él de esa vida profunda y absorbente, a compartir ese Reinado que Él inaugura, cuando nos ha colocado en la lanzadera que conduce hasta el infinito y más allá… es entonces cuando nos señala los riesgos implícitos, para que ni los temamos ni nos acobarden.
Jesús comienza siempre por invitarnos a arder en su fuego, el fuego de su Espíritu, que purifica nuestra persona quemando y eliminando las miserias, y regalándonos la ilusión por la vida, por una vida entregada y dichosa como la suya; de ahí su deseo “obsesivo” porque se haga evidente ese incendio clarificador, esa misericordia y bondad que hacen palidecer y enmudecer a nuestra legalidad y nuestra justicia… Y cuando ya ha prendido su llama en nosotros y nos ha inflamado, cuando nos vamos dejando penetrar más y más de Él mismo y de ese Espíritu suyo, de su divinidad hecha accesible y desbordante en nosotros; entonces nos advierte y nos abre los ojos, para que llegado el momento no nos invada el desánimo; para que sepamos que sea cual sea el precio, nada ni nadie nos podrá arrebatar nunca de su lado. Pero es cierto que la incomprensión, la duda de los nuestros, incluso su rechazo, pueden ser un día la verdadera prueba, y hemos de saberlo, para estar preparados. A Él mismo lo va a desgarrar esa tentación, esa prueba, y va a derramar lágrimas por esa Jerusalén, que es su familia… son los suyos quienes rechazándolo lo van a exiliar condenándolo a la cruz…
El escándalo de Jesús no es la cruz, sino su vida inconformista y provocadora, desafiante con todo lo que aparenta “ser de Dios” y sin embargo es invento nuestro, y que se resuelve en rituales externos, ofrendas, liturgias, oraciones, sacrificios… simple burocracia sagrada y orden sagrado… La suya es una vida peligrosa y subversiva, porque pretende un orden y un mundo tan poco humano (según nuestra definición de “lo humano”), que condena la rivalidad y la codicia, desprecia la ostentación, la vanidad y la influencia social, se atreve a privilegiar la humildad y la pobreza, dignifica a quienes todos minusvaloran y desprecian… y hasta se permite hablar y dirigirse a Dios sin miedo ni temor, con confianza e intimidad, definiéndolo y encarnándolo como Él dice que es: delicadeza y mansedumbre, ternura y bondad…
La incomprensión, el posible distanciamiento y división, incluso de los cercanos y queridos, aún con toda la tristeza que conlleve, no debe asustarnos, ni mucho menos hacernos desistir del seguimiento. Porque la conciencia del rechazo, de la “división”, no es sino la incomprensión del evangelio, de la que muchas veces nosotros mismos somos culpables; es la evidencia dolorosa de nuestra incapacidad para Dios, y con ello la expresión de nuestra absoluta necesidad de esa luz suya.
Sin dramatismos: Dios no es Aquél que pretende trazar una línea divisoria entre buenos y malos, entre justos y pecadores… quien hable así de Dios o se equivoca o miente, pero en cualquier caso falsea su revelación y su mensaje… Dios viene a hablarnos de perdón y de misericordia, y a proponernos la luz, el calor, el fuego de su Espíritu Santo, que convierte en cenizas nuestra maldad y nuestra escoria, para alumbrar ese resplandor al que nos llama. La única voz de Dios, la de Jesús, nos dice: “Sígueme”… Y la única división posible ya no es suya, es la que establecemos nosotros al rechazarlo, al ignorarlo, al hacer oídos sordos a su llamada porque nos encerramos en nosotros mismos (“…¡ya sabemos bien lo que es este mundo!…”), y renunciamos a su generosidad y a su cariño… porque preferimos el parapeto de nuestras leyes, y como hijos delas tinieblas, optamos por la oscuridad y la suciedad de nuestras cloacas frente a la limpieza y transparencia de su verdad y de su Reino…
En definitiva, la primera ruptura, la única y exigida por el evangelio, radical y origen de todas las que puedan sobrevenir después, la inevitable y fundamento del seguimiento, es la ruptura con nosotros mismos… todas las demás posibles son simple consecuencia… que no nos acobarden, ni nos den miedo; porque a los únicos que debemos temer es a nosotros mismos…
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