COMPLICIDAD Y LIBRE DECISIÓN  (Lc 3, 15-22)

COMPLICIDAD Y LIBRE DECISIÓN  (Lc 3, 15-22)

Hay una forma de sentirse (y saberse) responsable de la maldad humana que no se refiere a nuestros actos personales; ni siquiera a las consecuencias negativas que pueden tener involuntariamente nuestras decisiones, a pesar de no buscar ni pretender directamente el mal ajeno  (los que llamamos “efectos colaterales”); sino al simple hecho de constatar la deriva que tiene nuestra “naturaleza humana” al egoísmo, a la autoafirmación y al afán de propiedad, a la posesión legítima y al sentirse protagonista; y que condena o desatiende de forma “inhumana” a determinadas personas  en determinados momentos, porque no se sitúan en el círculo de nuestros objetivos, o porque difieren de nuestros valores.

Somos cómplices de la barbarie y del pecado, independientemente de nuestra implicación personal en su ejercicio concreto. Y ello es precisamente lo que nos conduce también a pensar que tenemos alguna responsabilidad en pedir perdón y en redimir de algún modo nuestra realidad, esforzándonos, ahora sí libre y voluntariamente, por contribuir a la bondad, a la compasión, y a un futuro de convivencia pacífica, feliz y fraterna.

Jesús, sin duda, se avergonzaría del fanatismo, la intolerancia y la crueldad que la humanidad, y su propio pueblo, que se consideraba “elegido por Dios”, había ejercido a lo largo de la historia, precisamente por considerarse falsamente “defensor” y “celoso” de su Dios.

Esa falsa y falsificada imagen de Dios hunde a Jesús en un profundo dolor y lamento; y, sin duda alguna, le hace sentirse “corporativamente” responsable del pecado humano y de todo lo negativo de la historia, independientemente de su indudable inocencia y su irreprochable encarnación de la verdadera voluntad del Padre en su creación. Y ése, que será el móvil profundo de su actitud redentora, de ese sentido que decimos sacrificial de su vida, es justamente lo que le lleva a someterse al bautismo de Juan, momento que se convierte así, precisamente, en el comienzo consciente y voluntario, libre y responsable, de su itinerario mesiánico y salvador, fundamento y posibilidad de que la humanidad como colectivo expíe su complicidad en el mal.

El profundo y asombroso misterio de Dios, el “abismo” –como decía san Pablo- de su sabiduría y su generosidad, no es tanto el de haber aparecido en este mundo, que es su obra; sino el de haberse hecho cómplice de ella, es decir, solidario de todos sus defectos e imperfecciones; también, incomprensiblemente, de su fondo de tentación y de maldad. Encarnarse implica no poder evitarlo, aunque se sea el mismo Dios…

Pero, del mismo modo admirable y abismal, con el mismo asombro y vértigo a la hora de querer asimilarlo (jamás “explicarlo”…), de esa complicidad ineludible él ha hecho libre decisión, asumiendo la negatividad en una absoluta superación del pecado y de la muerte: sin ninguna culpabilidad y a través, precisamente, de las consecuencias del pecado y de la muerte…  En resumen: Jesús fue un bautizado más por Juan; pero el único que, sin necesitarlo él, consiguió para la humanidad la plenitud y las consecuencias del bautismo.

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