EL PRÓLOGO A LA VIDA (Jn 1, 1-18)
Que Dios estaba en el principio, y que ha de ser él el Creador del universo y su destino, es confesar nuestra ignorancia. Pero no es conformarse con ella, sino concederle toda su grandeza, porque –como diría el filósofo- es también la confesión paladina de que somos conscientes de esa ignorancia nuestra: sabemos lo que ignoramos. El conocimiento es dominio; la sabiduría es conciencia de horizonte de vida abierto y de libertad.
Asumir nuestra persona como el proyecto que es, y que sólo voy haciendo realidad desde mis decisiones, desde mi libertad y mi esperanza de futuro, supone reconocer mi radical indigencia, mi impotencia constitutiva; pero, a la par de ello, un fundamento trascendente en el que me sé asentado, y cuya dimensión de infinitud me convoca.
Que eso al cristiano se lo haya hecho presente y evidente la vida de un tal Jesús es la base de su Credo. Y que esa vida lo sitúe día a día y año tras año en la antesala de “algo nuevo” que germina (“¿no lo notáis?”…) es su gozo creciente y su esperanza incombustible.
El prólogo de toda vida, la originaria “declaración de intenciones” de toda persona que viene a este mundo, que nace en él y de él, es que este mundo y él mismo están impregnados de ese aliento, inasible pero perceptible en lo más hondo, que nos descubrió en toda su realidad y plenitud la vida de aquel hombre cuyo nacimiento -tenemos que concluir necesariamente-, ha marcado el rumbo de la historia humana.
Sin embargo ese “prólogo” o presupuesto de nuestra vida humana como personas impregnadas de dimensión trascendente, de autoconciencia y libertad, necesitadas no sólo de vivir sino de “dar cuenta” de su vida, de dotar de orientación y sentido su trayectoria en la realidad de la que forman parte; esa lucidez, es siempre una conquista que progresa con la propia experiencia vital, ya que uno descubre que lo desafiante y apasionante a un tiempo, lo genuino humano cuando uno se sabe transido de eternidad en un horizonte abierto, es, como expresó Paul Ricoeur respecto a su cristianismo: “transformar un azar en destino por una elección continua”. El azar de nuestro nacimiento, de nuestra herencia histórico-cultural, de nuestras circunstancias indomables, de nuestra imprevisibilidad respecto a los acontecimientos definitivos de nuestra vida… lo hemos de convertir en meta voluntaria, deseada desde lo más profundo, que percibimos como anhelo, y sintiéndola como definitividad propiciada por un hálito divino y presente.
El prólogo de san Juan lo dice de otra manera, incluso más compleja…; pero dice lo mismo…
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