¿PAN DE VIDA ETERNA? (Jn 6, 51-59)
Las palabras de Jesús nos invitan de forma provocadora a creer y confiar en que hay “algo de él” en el pan y en el vino consagrados en su nombre, porque él quiso integrarse en el mundo y condicionar su presencia física, material, a nuestra fiel voluntad de invocarlo al modo como él mismo nos convocó a su mesa. No es identidad material, sino presencia oculta en forma de “signo eficaz”, profético, de su estar con nosotros y en nosotros.
No hay asomo de ritualismo mágico para transubstanciar el pan y el vino, convirtiéndolos en fetiche o talismán y en manjares milagrosos “transmutados”. Como tampoco quiere Cristo que metamorfoseemos nuestra persona y nuestra vida; sino que, en fidelidad a ella y a quien somos, descubramos gracias a él su dimensión auténtica, “divina”, la profundidad en ella del mismo Dios.
La presencia de Jesús in–corpora nuestra persona y nuestra vida a Dios; y eso es lo que ahora consigue hacer actual y presente consagrar en su nombre el pan y el vino: estar unidos a él por el vínculo profundo de la amistad, del amor, de su cuerpo tangible entonces, y ahora resucitado. La relación vinculante con él, que establecía su presencia física con sus discípulos y oyentes, es idéntica a la que mantiene con nosotros cuando lo hacemos presente por medio del memorial. La intermediación física que fue entonces su cuerpo, es ahora el pan y el vino de su mesa.
“Comer su carne y beber su sangre” está muy lejos del canibalismo del que acusaban a los primeros cristianos al oírlo; y el propio Jesús no pretendía una lectura tan absurdamente “realista” como a veces ha expresado una teología que (en contraste curioso) era más bien desencarnada de la vida y anclada en consideraciones mágico-religiosas, en literalismos milagreros y en visiones por un lado simplistas y, por otro, interpretadas desde alambicados presupuestos y silogismos de escuela, inmunizados a toda consideración crítica y obsesionados por una obediencia ciega a la autoridad y el poder del misterio terrible, que debía ponerse a prueba en la medida en que el pensamiento fuera más absurdo, irracional, o incluso contradictorio. En esa mentalidad, cuanto más incomprensible y opuesto a la razón, incluso absurdo e incoherente, fuera el “dogma de fe” o el “milagro” en cuestión, más era objeto del asentimiento ciego y la obligatoriedad intransigente. Es el triste origen de todos los fundamentalismos.
Con el discurso del pan de vida, Jesús está situándose precisamente en las antípodas de rigorismo, de la incoherencia y de la intransigencia; porque está afirmando y comprometiendo su persona en una entrega absoluta más allá de limitaciones localistas y puntuales: él es el accesible y disponible para cualquier persona de cualquier tiempo y lugar, no “en abstracto” o “en recuerdo”, sino en presencia vital: real, misteriosa y resucitada, concretad y garantizada por él, siempre que lo invoquemos desde ese compartir la comensalidad que él practicaba y culminó en su última Cena como memorial…
“Comer su carne y beber su sangre” significa que en cualquier tiempo y lugar, hacer lo que él nos dijo “en memoria suya”, consigue realmente empaparnos de su persona y de su vida, y así cumplir su voluntad siendo en verdad discípulos suyos.
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