¿DÓNDE ESTÁ EL”MILAGRO”? (Lc 17, 11-19)
Que a estas alturas del evangelio, cuando Jesús, según Lucas, está ya consumando su vida con su último y definitivo viaje a Jerusalén, haya personas que solicitan de él un gesto extraordinario o una curación milagrosa, no es nada sorprendente. Su vida es pública y transparente, sus gestos y exorcismos famosos e indiscriminados, toda clase de personas se benefician de un simple contacto con él. Porque no limita su atención y sus favores a “los suyos”, sino que, casi inconscientemente, contagia salud y sanación a cualquiera que se le acerca o se lo pide.
Es un personaje popular y se sabe por dónde pasa. Por lo tanto, diez leprosos desahuciados, que probablemente sólo han oído que un curandero célebre pasa cerca de ellos, no pueden perder la ocasión… no arriesgan nada si se aventuran a pedirle un favor, con independencia de que sean o no creyentes o formen parte de sus muchos seguidores. Probablemente ni una cosa ni la otra… simplemente les han dicho que ese Jesús ha curado a muchos y está cerca… Pues, ya que pasa cerca, hay que probar…
Y aunque lo propio de Jesús cuando protagoniza un milagro es que suponga un encuentro personal con él, una actitud de fe y confianza del peticionario, un reconocimiento de su autoridad desde una actitud de menesterosidad, de humildad y de “sumisión”; no tiene nada de extraño (le ha ocurrido otras veces con algunas personas), que un grupo vociferante clame para que se apiade de ellos, sin pararse a considerar esos “preámbulos de la fe”, que implican el reconocimiento de “algo divino” en Jesús, cuya traducción en nuestra vida es un encuentro interpelante, una experiencia del Espíritu, y una apertura de futuro asombrosa y sorprendente. Pues bien, sin ninguno de esos componentes de profundidad en el encuentro personal con el Señor, un grupo de pobres excluidos grita interesadamente su desgracia, por si con este Jesús del que se dicen tales cosas, existe una oportunidad de curación. No hay otra preocupación, la petición es completamente interesada y no conlleva una actitud humilde más allá del simple reconocimiento de su notoria maldición, ni tampoco un componente de reconocimiento hacia Jesús o una actitud mansa, y de respeto y asombro ante él. Puro interés, perfectamente comprensible.
Y no tiene por qué extrañarnos o parecernos reprochable y egoísta esta actitud, porque es nuestra reacción humana normal ante la impotencia y la desgracia. Vernos completamente desamparados, y “condenados” a un estado o a una situación de exclusión, de desgracia, de sufrimiento y enfermedad, despierta forzosamente en nosotros siempre el deseo de buscar ayuda y solución allí donde sea posible, sin ocultar en absoluto que queremos vernos libres de nuestras cadenas; muy al contrario, ese deseo de liberación forma parte de nuestro ser personas, es el inconformismo ante las carencias y los límites, y el necesario afán de encontrarles remedio acudiendo, incluso irreflexivamente, a quien sospechamos puede ser capaz de socorrernos, por mucho que no lo conozcamos demasiado, que no seamos seguidores suyos, ni sepamos bien cuál es su “poder de sanación” o los peculiares métodos que emplea.
Es de suponer que en este grupo de leprosos hay un clamor constante de miseria y sufrimiento, y una perpetua actitud de petición de ayuda allá por donde pasen o vivan. Su vida en realidad, se reduce a sufrir la enfermedad y la exclusión que implica, y a depender de la caridad, solicitándola abiertamente. Así, al pasar Jesús, alguien célebre y “que cura a enfermos”, hacen lo de siempre y con todos: pedir ayuda a esa persona, sin, por otro lado, concretarla demasiado (de hecho, su petición no es la de “ser curados”, sino de que tenga compasión, de solicitud de ayuda… otra cosa es lo que piensen y deseen…). Y la misma respuesta de Jesús, y su indicación de que se presenten a los sacerdotes (requisito legal para ellos), tampoco anuncia la curación o el socorro personal por su parte; pero parece indicarles una ruta de apoyo y de alivio. Y, eso sí, y es fundamental y decisivo, ellos se fían de Jesús y se muestran dóciles a sus palabras, aunque no puedan imaginar qué tipo de ayuda pueden recibir yendo adonde les manda…
La confianza básica en Jesús, a pesar de no ser una profesión de fe en él, ni un reconocimiento de su cualidad de Mesías y de “hombre venido de Dios”, siempre vale la pena y tiene repercusiones positivas, “obra milagros” en la vida de quien la posee. Incluso desde una perspectiva “profana”, como la que manifiestan los leprosos hasta ese momento, Dios actúa en favor de ellos y les concede algo inesperado y asombroso, más allá de aquello que le habían pedido o imaginado. La vida de toda persona, y no sólo de sus seguidores y discípulos, está entretejida con hebra divina, que se condensa en circunstancias peculiares y puntuales prodigiosas, que marcan el rumbo de la misma, lo reconozcamos y agradezcamos o no; y sea que queramos interpretarlo como el capricho del destino, “el azar y la necesidad”, o la irrupción iluminadora del misterio divino.
Pero aunque las cosas sean así: que la necesidad nos dirija a Jesús por la senda del interés personal y la supervivencia; y que el resultado de esa súplica de auxilio y de esa petición interesada tenga un éxito insospechado y nos conduzca a poder superar nuestra “maldición”, salir de nuestra postración, y poder marcar un punto y aparte en nuestra vida; la constatación es que eso no implica “fe” en Jesús, actitud creyente y horizonte “cristiano” en la vida. Desde ese terreno profundo, íntimo, libre y “misterioso”, podríamos decirlo de manera algo “escandalosa”, aunque evidente: “el milagro no sirve para nada”… Es evidente: los diez son curados, pero solamente uno “se salva”…
Con todo esto en la cabeza, el relato de Lucas sugiere algunas tesis interesantes, y plantea finalmente un provocador interrogante:
-Para “admirar” a Jesús, apreciarlo como un hombre ejemplar y lleno de bondad, incluso un ejemplo a imitar, no hace falta tener fe en Él, identificarlo con el misterio divino que Él mismo afirma hacer presente… Es decir, se le puede reconocer como un gran personaje e influyente, pero negando justamente lo que Él pretende, afirma y vive.
-Considerando así a Jesús como mero taumaturgo, del que no nos importa el origen de sus poderes, ni su llamada al seguimiento, podemos también beneficiarnos de su amor y su bondad, “aprovecharnos de él”, solicitarle favores y recibirlos… Dios es bueno con todos, y “el Hijo” no exige sometimiento y compromiso para ejercer su misericordia; ni la condiciona a una posterior incorporación al seguimiento o a una declaración pública por él.
-Más aún: la gran mayoría de los beneficiados por la compasión y la bondad (¡nueve de diez!) se limitan a recoger el beneficio sin ni siquiera caer en la cuenta de que al menos deberían mostrar su agradecimiento, ya que no “se lo han ganado”, sino que es un auténtico regalo, gratuito e inmerecido. Ser insensibles e inconscientes al respecto les priva del gozo de la salvación, que es precisamente el horizonte en que se inscribe el favor divino.
-Con frecuencia es justamente la supuesta “familiaridad” con Dios, la conciencia de pertenencia a su pueblo (sólo uno es samaritano), y la consideración de que ello constituye un privilegio y una especie de “derecho” para ser tratados generosamente por Dios, lo que nos endurece y nos hace “olvidarnos” de darle gracias, vivir felices y en gracia, e incluso tener realmente fe en Él.
-En el relato de los diez leprosos, todo entra en la lógica humana previsible, una lógica rastrera, interesada, y que sólo quiere contemplar los hechos, cerrando los ojos a los porqués y a las personas (en este caso Jesús). Es normal que los leprosos imploren compasión: a todos y también a Jesús… Es también normal que Jesús tenga compasión, e igualmente normal que ejerza su poder,…se puede contar con ello, ¿dónde está el milagro?, siempre lo hace, nunca lo rechaza, ¿por qué maravillarse?… Es normal que un judío, siendo del pueblo elegido (Lucas supone que los otros nueve lo son), se considere con cierto derecho ante Dios y juzgue normal el beneficio divino… es decir, se ha convertido también en normal que no exprese agradecimiento a ninguna persona humana, ni pueda considerar que Jesús sea presencia de Dios… Han sido unos Job, que merecían ser sanados…
-Y en medio de tanta normalidad llega la única anormalidad: un beneficiario es samaritano, maldito, excluido del pueblo elegido, díscolo, réprobo… y como no está en la lógica oficial creyente y en su normalidad, hace lo anormal: recibe el regalo inesperado de Dios con asombro y gratitud, con la humildad del que se sabe indigno, percibe la nueva luz y gozo de Dios, y su cercanía en ese Jesús compasivo… Y, anormal como es, no se conforma con ser sanado; necesita confesar su respuesta de fe en ese Maestro para encontrar así la salvación…
-Parece que el interrogante surge: ¿dónde está el verdadero milagro? ¿En las curaciones, normales, de Jesús? ¿En que los leprosos han sido sanados? ¿O en que haya un samaritano agradecido, cuya fe lo ha salvado?…
Nosotros, ¿queremos ser sanados o salvados? ¿Por qué seguimos haciendo evidente que parezca un auténtico milagro vivir desde el asombro, la gratuidad y la alegría de la verdadera fe y seguimiento de Jesús; vivir desde Dios?… No tenemos otra forma de salvarnos…
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