CONFIANZA ABSOLUTA (Lc 17, 5-10)
El que tiene verdaderamente fe en Dios no la mide. Ni le pasa por la cabeza que su absoluta confianza en el misterio divino, y en su Providencia que dirige y acompaña enigmática y asombrosamente su vida dotándola de plenitud de sentido, de la más profunda serenidad, de una real y verdadera consideración gozosa de bendición, de armonía y gratitud; y cuya dimensión palpable la constituye esa fuerza envolvente del Espíritu Santo infundido en él, que le hace no temer los desafíos y las incomprensiones de este mundo, ni la fragilidad de nuestra vida terrena, y le da audacia y entusiasmo para vivir su cotidianeidad con una esperanza ilusionada, promesa de plenitud, sea algo para cuantificar, envileciéndolo de esa manera con la sola idea de pretender hacerlo “mensurable”…
Porque pretender cuantificar la fe es empezar ya a no tenerla, o haberla perdido, o conformarse con un sucedáneo: el del mero y simple “creer” ( interesadamente) no en una persona, como adhesión incondicional y amorosa a ella, sino en un poder divino que no sabemos hasta donde llega y que queremos poner a prueba. Y el Dios que nos revela Jesús no es “el del poder”, sino el del amor…el del poder del amor…
La fe es la invitación a vivir desde la humildad y el sencillo, pero entusiasta, reconocimiento a Dios, considerándose “sola gracia y ningún mérito”… y no nos proporciona ni es ocasión de ningún deseo de milagros, ni de orgullo por lo que aparentemente hemos conseguido, o porque hemos mostrado una disciplina ejemplar o unos logros que pueden constatarse. En realidad, pocas veces sabemos con certeza si hemos cumplido cabal y fielmente con la responsabilidad que Dios ha puesto en nuestras manos; y nuestra obediencia y fidelidad a Él está tan entretejida con nuestras debilidades y errores, que nuestra única confianza la constituye esa cercanía suya, la cual, si no la perdemos de vista, es impulso y fuerza de su espíritu para acompañar sus pasos, y nos inserta en Él, única fuente verdadera de gozo, de gratitud y de alegría.
Como “tener fe” no es otra cosa que dejarse llevar por Dios y “vivir desde Jesús”, jamás se convierte en ocasión de poner a prueba a Dios, ni de jactancia o amor propio; sino, por el contrario, de felicidad por sentir su mano providente en toda circunstancia; por tomar conciencia de cuán necesitados estamos de Él y de los demás, y celebrarlo; contemplar la incertidumbre del futuro no como amenaza, sino como esperanza en su amor y en su cuidado tierno y cariñoso; y llenarnos de ilusión por contribuir desde nuestras limitaciones a extender su red de bondad y de entrega desinteresada, anticipo de la plenitud de su Reino.
La respuesta de Jesús es clara: la fe no es un asunto de “cantidad”; sino, más bien, de “decisión”, de decir sí o no, de conjurarse por su evangelio… Porque si se tiene, verdaderamente, “fe”, algo que no se ve, con ello se mueve el mundo… Él lo revolucionó desde la cruz…
La fe no es ni certeza, ni resignación, ni voluntarismo, ni pasividad. La fe es la firme voluntad de encauzar nuestra vida según Dios y su misericordia. Y si nos empeñamos en “enraizarnos” en Dios y no consentimos en que esas raíces nuestras sean arrancadas de la divinidad por nada ni por nadie todo nos será posible. Por eso no hemos de pretender “aumentarlas” en número, sino “reavivarlas” continuamente. Ese es el “crecimiento” en la fe que nos pide Pablo: “tomar parte en los duros trabajos del Evangelio” sin cobardía; es decir, tener firmeza, solidez. En palabras de Habacuc: “vivir como personas justas en lugar de tener el corazón hinchado”. Ser justo para saber “leer” los signos y anunciar las “visiones” de Dios, su presencia en el mundo, su lectura de la realidad y el impulso de su espíritu. Y ello sin miedo a las dudas y sin buscar certezas o seguridades.
Se trata de una sola cosa: estar sólidamente cimentados en Dios. Y esa solidez de nuestra roca, nos permitirá afrontar riesgos e incertidumbres, dudas y provocaciones, sin dejarnos vencer por la tristeza, la cobardía o el desánimo que, con toda seguridad, se presentarán más de una vez.
Así enraizados, ahí instalados: en Dios y en su espíritu de perdón y de amor, nuestra vida experimentará la gratuidad y la gratitud hacia Él. Y no necesitaremos esperar nada a cambio. Le diremos, llenos de satisfacción “hemos hecho lo que teníamos que hacer”, anunciar al mundo la proximidad de Dios y su potencia divinizadora del hombre.
Si tenemos la firme decisión de asentarnos en el evangelio de Jesús, aún en medio de nuestras infidelidades y traiciones, de nuestras oscuridades y desánimos; nuestra propia voluntad, por pequeña que sea, será capaz de mover montañas y de trasplantar moreras. Desde nuestra insignificancia y nuestra pequeñez, minúsculos granos de mostaza, Dios nos pide transformar el mundo. O, dicho de otra manera: Dios transforma la realidad de nuestro alrededor, pero lo quiere hacer a través de la intrascendencia de nuestra persona; es a través de nosotros como él quiere hacerse presente en nuestro mundo.
De alguna manera la fe es tanto compromiso de ayudar a Dios, convirtiéndonos en mediadores de su bondad; como de dejarse ayudar por él, para eliminar lo que nos impide hacerlo presente por medio de nuestras personas. No queramos que todo esté a nuestra disposición, sino estemos nosotros siempre dispuestos para Dios.
Porque lo que sí es cierto es que la fe, como el amor, que es su correlato, se afianza y crece… en la medida en que nuestras raíces profundizan en Dios y nos dejamos conducir por la savia de su impulso, van creciendo los brotes de amor, las sonrisas de alegría, las flores y los frutos de ese Espíritu que nos nutre… Pero lo otro: “mover moreras” o “trasladar montañas”, ¿acaso tiene alguna importancia para alguien?…
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