HACER PRESENTE EL REINO DE DIOS (Lc 10, 1-20)
Hacer presente el Reino de Dios con nuestra simple presencia se convierte en el encargo fundamental de Jesús a sus discípulos. ¿Cómo?. Transmitiendo paz y con un comportamiento fraterno; evitando dejarnos contaminar de la intolerancia, la rivalidad y el rechazo (de ahí el “sacudir el polvo de nuestras sandalias”, para que no se nos adhiera); y sintiéndonos privilegiados y felices por el mero hecho de que el propio Cristo se haya fiado de nosotros, nos haya encomendado su anuncio, y dé color y sentido a nuestro fatigoso caminar.
¿Hacer presente el Reino de Dios? ¿Hay en la actualidad alguien tan ingenuo como para creer que el amor, la paz y la bondad van a triunfar alguna vez en la sociedad humana? Sólo aquél que no lo vea como un logro de nuestra voluntad o como un fruto de nuestro esfuerzo, sino que perciba el aliento suave de la brisa de Dios, capaz de conmovernos desde la intimidad de nuestra persona, y regalándonos el gozo de la mansedumbre y la ternura, especialmente al descubrirnos incapaces de vivir sin compartir nuestra vida, sin experimentar el gozo de la comunión real con aquellos con quienes estamos ya fundidos en Cristo; ya que, al acceder a la esfera de la gratuidad, experimentamos que, como vislumbró y dijo el propio Jesús a sus discípulos enviados: “Satanás ya ha caído como un rayo…”; es decir, la maldad tiene los días contados…
Es cierto (Jesús no es ni un ingenuo ni un cándido), que seguirá habiendo siempre quien se niegue a la misericordia, quien abomine del perdón, quien renuncie a la bondad, y quien continúe crucificando todo lo que hay de divino en nuestra humanidad. ¿Acaso en el mundo no se perpetúan guerras y violencia, crímenes y odio, desigualdad e injusticia? ¿Y acaso no somos nosotros mismos sembradores de envidias y recelos, de discordia y enemistad, de rivalidad y codicia, de condenas e intransigencia en nuestros propios círculos familiares, profesionales, vecinales..?. Por eso se nos pide el testimonio valiente y gozoso de nuestra apuesta por ese otro “Reinado”. Porque no se trata de convencer a nadie, de triunfar en una contienda, de reivindicar derechos, de reclamar reconocimiento o exigir respeto, sino únicamente de convertirnos en testigos de un futuro posible: el de Dios, que es el nuestro.
Y eso lo conseguimos sólo cuando experimentamos en ello la alegría, y la compartimos entusiasmados con el mismo Jesús que nos envía y con todos nuestros hermanos.
Cuando no invade el desanimo y nos hundimos en el día a día de la intolerancia, injusticia y odio generalizado de unos contra otros en cualquier rincón de nuestro querido planeta, las palabras de ánimo y de presencia del Reino de Dios en nosotros, que el mismo Jesús nos propone, hace que el desánimo se convierta en alegría al compartir simplemente este sencillo, pero trascendental mensaje. Solo hay que ser capaces de tenerlo presente en nuestro hacer diario (difícil, pero esperanzadora tarea).
Buen domingo.