CERRAR EL PARÉNTESIS
Para poder volver, antes hay que irse. Para cerrar un paréntesis, antes hay que abrirlo. Pero también podríamos decir que, si se abre un paréntesis, es preciso cerrarlo en algún momento; un paréntesis no es un punto final…
Con tan débil y peregrina excusa me decido a cerrar el paréntesis de silencio que abrí hace unas semanas, y vuelvo a “hablar”; aunque sea para decir lo que todos sabemos o para poner a prueba la paciencia de quien me lea. Siempre se puede enviar el escrito a la papelera…
No me importa demasiado que parezca una contradicción (¡hay tantas en mi vida!), una aparente incoherencia o una muestra de veleidad; ya dije que ni me proponía definitividad ni descartaba la vuelta, sino que, simplemente, constataba la necesidad de un silencio. Sin pretensiones de regularidad ni exigencias de calendario, percibo ahora de nuevo la conveniencia de no callar…
Y aunque sea con brevedad, para no comenzar ya cansando, quiero reiterar que sobre todo me mueve el deseo de convocar a la ilusión y la alegría del discipulado, a la fraternidad y a la esperanza. Es el deseo de que no deje de pronunciarse en medio de nuestra sociedad y de nuestro mundo, que parece querer volver a sumergirse en las brumas amenazantes de recelos y envidias, de rivalidades y codicia, de los conflictos violentos y la barbarie, justificados con sutiles argumentos y pretextos (tanto por un lado como por el otro, tanto por agresores como por agredidos, tanto por conculcadores de derechos como por teóricos defensores de una libertad que sólo aplican a conveniencia) una palabra de aliento, un discurso de paz, de amor fraterno y de optimismo.
En medio de tanta falsedad, desconfianza, rivalidad y amenaza, me empeño en seguir hablando (quizás contracorriente, de modo sencillo, y consciente de la nula influencia y del escaso auditorio), de confianza y de optimismo, de humanidad y de fraternidad, del gozo de descubrir un prójimo en el otro, y de mantener activo y presente el horizonte evangélico de los “Dichosos…” El de no necesitar el triunfo propio, y mucho menos la imposición violenta, para “ser feliz”; sino, por el contrario, mirando al Jesús del evangelio, saber, sentir y proclamar que sólo disfrutando del otro, “haciendo fiesta” de cada persona, contagiados de fraternidad, y siempre con una sonrisa que brota de lo más profundo y que nos regala el mismo Dios, se accede a la felicidad. Y que está a nuestro alcance hacerla definitivamente nuestra.
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