IMPREVISIÓN Y PACIENCIA (Lc 13, 1-9)
Como vivimos tan preocupados, casi obsesionados, por poder llevar a cabo nuestros proyectos, cumplir nuestros objetivos, y conseguir realizar nuestros más nobles deseos (con frecuencia también los que no son tan “nobles”…), nuestras personas y toda nuestra sociedad navegan con un ritmo acelerado en medio de un mundo de prisas, de impaciencia y de ansiedad.
Más aún, como somos muy solidarios y filántropos, y alérgicos e hipersensibles a la desigualdad y a la injusticia (la ajena, naturalmente; porque la nuestra: la mezquindad, egoísmo o egocentrismo de nuestro diario acontecer, ni nos inquieta ni la percibimos…), a la arrogancia y prepotencia de los poderosos (que no la nuestra), al capricho arbitrario e imposición de los fuertes (pero no a nuestro despotismo con aquellos que aún son más débiles e inermes que nosotros), y a la indefensión e inocencia de tantas víctimas; no soportamos el más mínimo retraso en que se ejecuten nuestros “planes salvadores” y se lleven a cabo las acciones ejemplares e incluso heroicas pensadas con la mejor de nuestras intenciones, hasta con una generosidad y altruismo inhabitual, y para cuya ejecución estamos dispuestos a ofrecer todos nuestros medios y nuestro propio y personal esfuerzo: nos movilizamos y nos ponemos inmediatamente en marcha para recorrer miles de kilómetros y “estar allí”, y así poder, directamente, “socorrer a alguien” o “echar una mano”…
Nadie puede dudar de nuestra buena voluntad ni de nuestra sensibilidad frente al sufrimiento; y ello es una muestra de humanidad y de solidaridad. Ni de nuestra sensibilidad ante el sufrimiento y de nuestra disponibilidad (aunque siempre será necesario decir, que constantemente tenemos muy cerca un sufrimiento y una miseria que nos pasan desapercibidas y a la que no queremos ser sensibles; y ésta nos provoca rechazo y la evitamos, mientras acudimos a paliar la lejana); ¿pero es todo eso lo que hace falta?… ¿no se mezcla sutilmente con el protagonismo, el afán de ser los privilegiados y celebrados testigos del “yo estuve allí”… “yo llegué de los primeros”… “a mí nadie tiene que contarme, lo viví en persona”?…
Nuestra vida es imprevisible. Y la sensatez y el sentido de la realidad es uno de los imperativos cristianos, algo que la persona de Jesús se esfuerza en inculcar y exigir a sus seguidores y discípulos: ¡no vivamos de falsas ilusiones, de voluntarismos y estériles “buenas intenciones”! ¡No nos creamos los exclusivos y únicos protagonistas de nuestra propia vida!… ¡Porque no lo somos!: Ni nuestra persona, ni mucho menos los demás, dependen de nosotros más que relativamente, y la imprevisión definitiva la constituye el ignorado e imprevisible momento de nuestra muerte. Y por eso la angustia y la impaciencia nos obnubilan la mente y nos llevan a sentirnos frustrados o contrariados en nuestras aspiraciones, si nuestros propósitos no se cumplen ya, y a “necesitar” hacer efectiva nuestra disponibilidad y nuestros mejores deseos de modo palpable e inmediato. No soportamos la espera. Nos incomoda lo que consideramos un retraso imperdonable, porque no goza de la celeridad que queremos marcar a todo lo que “tenemos claro”. Pretendemos, sin decirlo y sin ser del todo conscientes de ello, la satisfacción y autocomplacencia de la ubicuidad y la inmediatez; es decir, justamente, lo que no es ni puede ser nuestra vida. No yéndole a la zaga en locura a don Quijote, ¡qué sensatez la de Sancho Panza, atento a las proezas de su amo, pero carente de pretensiones heroicas o hazañas caballerescas!…
La serenidad y la paciencia casi pretendemos tacharlas en muchas ocasiones de defectos y vicios, cuando son necesarias e imprescindibles para actuar con cordura, para ejercer la prudencia y, lo que es más importante, para salvar nuestras vidas. En realidad para dejarnos salvar y para no rechazar los cuidados del mismo Dios con sus criaturas, cuyo crecimiento y fecundidad sólo son posibles si apreciamos esa dulzura indulgente y misericordiosa que en lugar de protestar e indignarse por nuestra esterilidad, consiente en dedicarnos todavía más esfuerzos y en confiar en nosotros, porque nos sabe capaces de bondad; es decir, de paciencia y mansedumbre, de espera y esperanza…
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