EL ÚNICO PORTAVOZ DE DIOS  (Lc 9, 28-36)

EL ÚNICO PORTAVOZ DE DIOS  (Lc 9, 28-36)

Transfiguración

Las deslumbrantes señas de identidad de Jesús como enviado de Dios y su máximo profeta, con su insobornable e irrevocable decisión de “ir a Jerusalén”, se convierten allí en estigmas de pasión y cruz, en las marcas eternas de la personalidad de Dios cuando ha decidido ser “uno de nosotros”. Subir al monte para ser transfigurado es anuncio esplendoroso de la subida al otro monte, el Gólgota o “de los Olivos”, para ser crucificado. Y ambas subidas se convierten en constitutivas de la personalidad, de la humanidad del “Hijo de Dios”, para impulsarnos a nosotros a la clarividencia y al seguimiento, a la cabal conciencia (y consciencia) de quién es realmente Dios en su misterio, y a qué Reino convoca cuando nos mira con un cariño infinito y una complicidad desconcertante y desafiante frente a nuestra debilidad, nuestra torpeza y nuestra tibieza de vida.

La plenitud vista desde el Tabor o desde el otro monte, el de la cruz, es coincidente: el deslumbramiento transfigurador de la gloria manifestada es un rebosamiento de amor crucificado, de entrega salvadora, es cumbre de humillación; y con ello visibilización de la maldad humana, para poder ser transformada por su generosidad y su bondad, por su divinidad humanizada, en ocasión de misericordia y de perdón, de divinización definitiva y ya accesible para esta humanidad empecatada… Ephapax: de una vez y para siempre…

Al margen de las reales condiciones históricas y de cómo interpretar el relato evangélico de la Transfiguración y su momento concreto y circunstancias, la conclusión es indudable y contundente: Jesús es el único mediador de salvación para la humanidad; y no por haber sido transfigurado, sino por haber sido crucificado… Pero sólo ha podido ser crucificado, porque ya había sido transfigurado

La consecuencia necesaria –inesperada, sorprendente y triunfal- de la cruz de Jesús (¡no la de cualquier crucificado injustamente!), es la resurrección gloriosa y el Amén definitivo de Dios y a Dios. Un Amén universal y eterno, solamente posible y accesible a la divinidad. Solamente Jesús podía expresarlo, porque solamente Él en su persona, en ese “galileo marginal”, asume desde sus raíces y sin atisbo de “pretensiones propias” la índole creada del mundo y de lo humano, de la realidad y de la personalidad humana. Por eso su actitud vital se resume en ese doble “pasivo”: un “pasivo divino” como dicen los exegetas y estudiosos, el de la Transfiguración y de la glorificación: “es transfigurado por Dios”…; y el otro “pasivo”, esta vez “pasivo humano” y no divino: “es crucificado por los hombres”… Disponibilidad y entrega absoluta e indiscutible, a Dios y al prójimo…

Por todo ello, de incalculables dimensiones y nunca suficientemente extraídas sus consecuencias teológicas para la experiencia y vida de la comunidad de seguidores y discípulos, en incansable búsqueda asintótica del sentido y horizonte de nuestra misteriosa vida, sacramentalmente insertada en Dios a través suyo; el mensaje de la escena evangélica de la Transfiguración puede resumirse escuetamente diciendo que hace público y evidencia que el único portavoz de Dios es ese hombre… Ni Moisés ni Elías, ni la Alianza ni la Profecía, ni Leyes ni voces apremiantes; lo más sagrado vivido y heredado hasta su llegada ha de enmudecer y retirarse de la vista, pasa a segundo plano, palidece y se anula disolviéndose ante el impulso irrefrenable del Espíritu divino, del Dios que penetra el mundo a través del Hijo, “el único en quien se complace”, y sólo accesible desde la convivencia con él, desde la experiencia intensa, entusiasta y profunda de acompañar su caminar, su viaje a Jerusalén, de compartir su vida, de dejarse crucificar con él para acceder con él a la gloria

Desde lo provisional y caduco, desde lo efímero de nuestros proyectos y programas, tenían alguna validez la Ley y la Alianza (Moisés), la interpelación y la advertencia profética (Elías); pero al llegar Jesús deben retirarse y confesar su insuficiencia, su insuperable incapacidad para encarnar a Dios…

La realidad se ha transformado… Sí, el mundo es igual y su cadencia sigue el ritmo creador que lo puso en marcha; pero ya no es el mismo, está transformado, transfigurado… Como apuntará san Pablo: lo viejo ha pasado, lo nuevo ha comenzado… pero no en la cima del Tabor, sino en la cumbre de una cruz…

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