MONARQUÍAS Y REYES (Jn 18, 33-37)

MONARQUÍAS Y REYES (Jn 18, 33-37)

Los reyes y las monarquías eran en la antigüedad y hasta tiempos bien recientes el poder absoluto, la autoridad indiscutida y algo así como la encarnación de la voluntad de Dios en el gobierno de los pueblos. Trono y altar formaban parte del imaginario colectivo, de una u otra forma y con una u otra denominación, en todos los pueblos y culturas. Desde esta perspectiva; y si, por otra parte, consideramos aquello que han llegado a ser hoy las actuales  monarquías, las cuales de sólidas, impositivas, indiscutibles e incuestionables, se han convertido en tambaleantes, dudosas, desprestigiadas o decorativas, cuestionables y cuestionadas, parece que hablar en 2021 de “Cristo rey” sea lo más retrógrado, equívoco, atávico, inconveniente, e incluso falaz y engañoso, que podríamos hacer los cristianos.

Es evidente que desde una perspectiva meramente evangélica es improcedente hablar de títulos reales como atributos de Jesús cuando se considera a los monarcas como la culminación de la pirámide en el ejercicio y símbolo del poder, sea al modo de las monarquías absolutas y “dictatoriales” tradicionales, a las que llegaba a considerarse sacramentos de Dios (brazo ejecutor en la sociedad de la voluntad divina, al estilo del David bíblico), sea al modo de las actuales y descafeinadas monarquías parlamentarias, cuyo poder real es más bien protocolario, simbólico y representativo; pero que, en cualquier caso, siguen situándose en la esfera del mando y del gobierno de la sociedad y la ciudadanía.

Sin embargo, el propio Jesús nos concede legitimidad e incluso nos provoca para aplicarle ese título, que burlonamente le adjudicaron los romanos al crucificarlo, y que socarrona y cínicamente le atribuyó Pilato, así como le ridiculizaron sus compatriotas; pues él mismo lo admitió y asumió; aunque, eso sí, como siempre había hecho, vaciándolo de su contenido “humano”, volviéndolo del revés y definiendo los únicos términos en los que puede entenderse y emplearse para aplicárselo a él: los de la corona de espinas y el trono de la cruz, y los del servicio y la entrega incondicional y absoluta a los demás. Sólo cuando no existe posibilidad de malinterpretarlo o de atribuir a su Reino ningún atisbo de dominio, de imposición o de autoridad, de brillantez, encumbramiento u homenaje; sólo entonces, humillado, condenado, despreciado y abandonado, excluido y maltratado, se atreve a afirmar una realeza sorprendente, misteriosa y “sinsentido”, absurda: la de ese Reino suyo

Es el colofón de su evangelio y de su vida, cuyo comienzo público había sido la proximidad del “Reino de Dios”, y en cuyo transcurso había rechazado repetidamente y de modo contundente el ser reconocido como caudillo y mesías, defraudando todas las expectativas…  Ahora,  cuando ya no hay duda sobre cuál es la actitud de cara a sus súbditos de este absurdo e incomprensible “Rey”, no tiene inconveniente ni vergüenza en aceptar el título…

Y eso nos recuerda cuál es el Reinado anunciado y al que convoca, y dónde sitúa él y hemos de asumir nosotros su seguimiento: lejos de las instancias del poder; del lujo de los palacios y de la vida cortesana; del impartir “nuestra” justicia y del reclamo de la disciplina; de protocolos, jerarquías y “nobleza”; de la ambición y el prestigio de los Supermanes

Porque seguir proclamando “Rey” a Jesús, nostálgica o sinceramente, en pleno siglo XXI, en una sociedad alterada y obnubilada, efervescente en muchas instancias, desquiciada en la toma de decisiones y en sus reacciones ante el lastre de tanta injusticia, desigualdad y discriminación acumuladas, hipersensible de forma ejemplar frente a ellas, pero atizada con frecuencia insensatamente y con reacciones desmesuradas o desequilibradas fruto muchas veces de la demagogia bien orquestada, de la falsedad de una ignorancia interesada o de verdades dichas a medias…; en la complejidad de nuestro mundo en el tercer milenio “cristiano”… digo, aunque nos disguste a muchos, hablar de Jesús como “Rey del Universo”, no significa ni “homenaje” a Dios y a su Hijo encarnado en Jesús, ni puerilidad o estupidez con lenguaje de cuento infantil… ni siquiera, tampoco, es reivindicar como legítimo aunque anticuado uno de tantos “títulos” aplicados al Resucitado, como el de Mesías o Señor o tantos otros, por las diversas comunidades de sus seguidores; sino, más allá de todo eso, es el simple y cargado de consecuencias reconocimiento de que la propuesta de su evangelio, y con ello el sentido de su vida humana (la vida humana de ¡una persona divina!…), significa para nosotros la integración libre, responsable y entusiasta para construir y constituir una humanidad distinta a la del servilismo y el dominio, distinta a ésa de las enemistades y discordias perennes, a la de los enfrentamientos y privilegios basados en “legítimas” reivindicaciones personales o grupales, a la del dominio y la coacción, el dirigismo y la tutela interesada de los demás a los que convertimos en cómplices de nuestras coartadas por justas que nos parezcan y lo sean…; en definitiva, es tatuarnos de forma indeleble el signo de la cruz, pero no en la frente ni en la medalla o el adorno, sino en lo profundo y radical de nuestra persona para que ella nos identifique “desde dentro” y no “por fuera”, desde la realidad de la entrega y el servicio y no desde la apariencia, exponente y estímulo de la idolatría… un reinado universal y fraterno donde, paradójicamente, no se precisa Rey, porque rigen la bondad y la misericordia, el amor incondicional… donde el proclamado candorosa, cariñosa, inocente, ingenua, feliz, dichosa, confiada e irónicamente “Rey”, ni sabe ni quiere serlo según la estricta gramática y lógica humana; sino que reconoce su imposibilidad e incapacidad para serlo de ese modo, y sólo lo admite como juego de palabras, como “fusión de horizontes” humano y divino, como guiño de complicidad sonriente y expresivo de esa voluntad de construir un mundo susceptible de integrarse en el misterio de Dios, mucho más apasionante y seductor que los secretos de las Cortes reales, y fascinante por su infinitud, su absurda lógica y su horizonte de plenitud y eternidad…

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