MURMURACIÓN Y COBARDÍA (Jn 6, 41-51)

MURMURACIÓN Y COBARDÍA (Jn 6, 41-51)

Una de las formas más cobardes de tratar al prójimo es la murmuración. Es, en definitiva, el emitir condena sin pruebas y sin arriesgar nada, de un modo “anónimo”, sugerir maldad en los demás o reproches injustificados con el único aval de nuestros recelos y suposiciones; y, casi siempre, ello simplemente porque no se avienen con nuestras previsiones, difieren de nuestra forma de considerar la realidad o determinados hechos; o incluso, muchas veces, por el simple motivo de que nos apercibimos de que acoger o dar crédito a lo que se dice o se nos propone nos conduciría a tener que corregir nuestros pensamientos y opiniones, a quedar en evidencia por nuestra ignorancia o falta de información, o a  comprobar la debilidad de nuestras afirmaciones y lo erróneo de nuestros deseos.

En el evangelio de Juan la murmuración y la cobardía son propias de tibios y pusilánimes, de personas cuyo planteamiento de vida no admite el riesgo y la renuncia, y no soportan tener que salir de su madriguera o poner su confianza plenamente en Jesús sin recelos, sintiéndose felices de que sea Él quien marque el camino de esa dicha y plenitud a las que convoca… Porque perciben bien que no está hablando de extender las manos para recoger lo que puede caer del cielo, sino de convertirlas (nuestras manos, como toda nuestra persona) en instrumentos de ayuda y de entrega: no de sentarse el primero para no perder bocado, sino en gozar de la tarea de preparar la mesa y servir a los comensales con agrado.

Por eso Jesús es insistente en ese “discurso del pan de vida”, posterior a la increíble e imprevisible experiencia de la comida fraterna que marcó la vida de una multitud que hasta ese momento eran “ovejas sin pastor”, pero que al contacto dócil con Él y la fuerza de su Espíritu, vivieron la comunión auténtica, el signo palpable de la misma realidad divina hecha accesible, esa identidad suya con Dios, sólo expresable y comprensible por nosotros como comensalidad abierta, universal y fraterna: “Yo soy el pan de vida…  el pan que ha bajado del cielo… el que come de este pan vivirá para siempre… “.

En el transcurso de nuestra vida, la palabra iluminadora y la fuerza transformadora que surge de este Jesús que acompaña nuestra diaria rutina, convirtiendo la asamblea heterogénea y multitudinaria de aquéllos que le siguen (de modo entusiasta, sí, pero completamente interesado, pretendiendo que ese Dios que nos anuncia y acerca sea colaborador y cómplice de nuestros planes y proyectos, actuando como nuestro sumo protector, como aval y garantía de nuestros éxitos y triunfos, siempre en rivalidad  y competencia con nuestros compañeros de camino) en reunión de hermanos; ese espíritu y autoridad que brotan de Él, nos ha hecho capaces de sentarnos en un descampado como masa anónima y convertirnos en comunidad fraterna al regalarnos su pan… y ésa es la nueva humanidad, auténtica creación  de Jesús y de su Espíritu sobre el molde de aquel primitivo acto creador del Padre en el origen cuando hizo posible el surgir de nuestras personas…

Murmurar de Jesús porque abre un horizonte sorprendente y divino a nuestra sociedad y a nuestra maquillada convivencia caduca, egocéntrica, interesada, siempre en rivalidad y competencia; quejarse por haber experimentado el gozo inefable de la alegría del compartir, la dicha de ser capaces de vivir en comunión al amparo de sus palabras y de su persona transformadora de nuestras vidas cicateras; descubrir con estupor cuánto necesitamos ese contagio suyo, cuánta capacidad de bondad, de generosidad y de entrega hay en nosotros mismos; y, sin embargo, lamentarlo porque deshace nuestros planes mezquinos y trunca nuestros deseos de éxito, de control y de triunfo; en resumen, compartir mesa con Jesús en el campo abierto de la vida, y lamentarlo o minusvalorar sus consecuencias prefiriendo regresar a la urdimbre mercantil y especuladora de nuestros cálculos, es una actitud de cobardía manifiesta y, con ello y por ello, es renunciar al horizonte del evangelio precisamente por no querer reconocer el engaño seductor de nuestros espejismos…

La murmuración, en general, es signo de falta de educación, de malevolencia y de bajeza. Pero la murmuración y el menosprecio cuando se trata del evangelio, tras haber compartido la comensalidad abierta de Jesús y su servicio, pretendiendo así confinar a Dios y recluirlo en el Templo, es completa mezquindad y absoluta cobardía…

Porque no se trata simplemente de que ésa sea “la dimensión pública de nuestra fe”, sino de que no puede haber discipulado de Jesús, confianza en Él, si no es “en la plaza pública” de la vida, en la experimentación diaria y constante de la comunión…

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