EL ESPACIO DE DIOS ( A propósito del “discurso del pan de vida” )

EL ESPACIO DE DIOS ( A propósito del “discurso del pan de vida” )

Aunque según nos presentan los evangelistas, Jesús acudía con frecuencia a las sinagogas como cualquier judío devoto, incluso tomando la palabra y entrando en debate y animado diálogo con los asistentes, los discursos allí parecen siempre ocasionales, y sus verdaderas convocatorias y llamadas al seguimiento las hace de un modo más abierto y público, al aire libre, “en descampado”, de una forma que hoy tildaríamos tal vez de ecológica, “natural”, o en términos más creyentes  y menos empleados, “poniéndose en manos de la Providencia”…

El famoso discurso “del pan de vida”, que nos presente san Juan en el capítulo 6, aunque nos dice el evangelista que tuvo lugar “en una sinagoga de Cafarnaúm” (dato dudoso, y que puesto como está: al final, suscita sospechas de la mano del redactor del evangelio; pero que no vamos ahora a discutir), está precedido y determinado por completo por la comida fraterna de la multitud a la que se refiere expresamente, signo indudable para todos los presentes de la mesianeidad de Jesús, e inscrito en su actitud vital de “comensalidad abierta” y de comunión fraterna; y aparece, por tanto, referido no a un auditorio sinagogal limitado, sino a esa multitud a cielo abierto, llamada a seguir a Jesús en la intemperie de su vida y no al arrimo de muros y paredes, en el refugio sólido y solemne del lugar cúltico y del público selecto, en una sede de autoridad y “poder sagrado”, ni al amparo de códigos y legislaciones tenidas por santas, y origen de juicios y sentencias inapelables.

Creo que desde esa consideración hemos de valorar e interpretar no ya el discurso eucarístico de Jesús, según san Juan; sino, evidentemente, toda la propuesta provocadora de Jesús con su anuncio evangélico y su llamada. Nosotros quizás necesitemos la sinagoga para instruirnos y el templo para recogernos; pero la llamada desafiante del evangelio y la convocatoria al discipulado se nos hace en nuestra actividad cotidiana. A Jesús le sobra tanto la sinagoga como el templo…

La sinagoga es un espacio de total pureza y enseñanza legal “oficial”; así como el templo es también lugar sagrado, de estricta reverencia ritual, sacerdocio y sacrificio, desde esa consideración nacionalista y exclusivista tan dañina para poder acoger la frescura y espontaneidad de Jesús. Esos dos lugares, como son más nuestros que de Dios, se han convertido en sedes de discriminación y de exclusión: marcan la separación entre “buenos y malos” dictada por las normas implacables de quienes interpretan solemnemente a Dios… Y es que hay una religiosidad perniciosa y patológica, que es teoría abstracta del culto y la liturgia, y no experiencia vital, subterfugio y no compromiso, secuestro de Dios y no anuncio de su bondad y de su amor…

Por el contrario, Jesús estás siempre “en camino”; la “instalación” es contraria a su propuesta salvadora, que nunca puede encerrarse en una sinagoga, casa o templo… Su vida no consiste en organizar un nuevo pueblo, sino en expandir la buena noticia…se opone siempre a institucionalizar su llamada, él vive a la intemperie y accesible. Dios rechaza positivamente “fijar su residencia”, acotar un terreno…  solamente convoca y congrega en el espacio abierto de la vida, convirtiéndola en lugar de testimonio y exigencia de comunión…  De hecho, es incontrovertible que el evangelio y la llamada que propone Jesús a sus seguidores no es en absoluto instituir una organización eclesiástica; sino llamar a constituir comunidades concretas, “iglesias locales” (¡tampoco sectas!…), cuyos miembros se conjuren para vivir abiertamente esa forma fraterna inaugurada por él “dando de comer a multitudes en descampado”, sin afán proselitista ni doctrinal, y con la única misión de actualizar esa comensalidad que él hace posible de modo que pueda ser para el mundo referente fiel de su actitud de servicio y de entrega.

La conclusión es obvia: el espacio de Dios no es el Templo ni las sinagogas (traduzcámoslo a nuestras iglesias y cátedras…), porque Él sólo quiere actuar “a cielo abierto”, en el mismo escenario de nuestra vida, y es allí donde nos convoca y desafía para que “comer juntos compartiendo” más que milagro de chisteras circenses sea incorporarnos a su propia esfera vital, a su comensalidad abierta, a su vivir apasionadamente la fraternidad… El templo y la sinagoga son creación nuestra para encerrarnos nosotros (es decir, nos son imprescindibles a causa de nuestra imperfección, de nuestros defectos, no como muestra de virtud), pero el escenario de Dios es la espontaneidad de la vida, la apertura y transparencia… Podríamos decir que su claustrofobia es paralela a nuestra agorafobia… de ahí la insistencia de Jesús… No nos llama y convoca para establecer e instalarse en un encierro voluntario y sagrado, sino para transformar la vida…

Jesús no ha venido a sancionar las divisiones sagradas: Templo, sinagogas, “lugares santos”, rituales de pureza, comensalidad restringida, alejamiento del impuro…; sino precisamente a anularlas y superarlas en ese Reino de Dios universal y abierto, sin excluidos ni restricciones. Por eso, sólo en descampado, y sin prisas ni barreras, podemos captar sus signos, comer hasta saciarnos, descubrir el compartir y la comunión fraterna, rebosar de bondad…

Por otro lado, es cierto que, como hace él mismo, eso también es preciso decirlo en nuestras (que no suyas…) sinagogas y templos…

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