SALVAR AL HERMANO (Mt 18, 15-20)
Ni juzgar, ni –mucho menos- condenar. La única pretensión posible al tratar con nuestra hermana o nuestro hermano es una: salvar. Es decir, no salvarlo nosotros con una pretendida indulgencia fruto de nuestra siempre dudosa y tan pocas veces ejercida generosidad; sino conducirlo a la salvación que le ofrece Jesús con su evangelio. Intentar ayudarla o ayudarlo a abrir los ojos a la profundidad de su propia persona y de la vida, para que pueda gozar de ella. Y hacerlo con delicadeza y con cariño, sin prepotencia, sin desprecio ni ofensa ni castigo… como mucho, con una discreta y siempre revocable decisión de distanciarse pacíficamente… Porque nunca (¡nunca!) se trata de superioridad por nuestra parte, o de que somos los privilegiados y exclusivos conocedores de la voluntad de Dios y los únicos intérpretes de sus leyes, o unos celosos cruzados de su causa: hablar de ese modo alcanza la blasfemia… Si hemos comprendido bien el mensaje de Jesús y su evangelio, el único supuesto posible de nuestro apostolado y de nuestra militancia creyente es el de que Dios también se ha mostrado y se ha manifestado a todo prójimo y a todas las hermanas y hermanos. Y lo ha hecho precisamente en el respeto a la personalidad de cada uno, en sus discrepancias y peculiaridades que contrastan con las del resto de personas, y que son la causa del enriquecimiento de la comunidad. Nuestra única tarea al encontrarnos con aquéllas personas cuya conducta nos parece reprobable es la de actualizar esapresencia divina en ellos y en nosotros, intentando ser simples testigos y actores eficaces de su misericordia y su bondad, del perdón y la esperanza…
En nuestra casi siempre involuntaria, pero siempre culpable sensación de privilegio a causa de considerarnos “fieles hijos de la Iglesia”, “creyentes ¿y? practicantes” (quien lo sea); o, en cualquier caso, seguros de nosotros mismos como personas que saben dónde y cómo habla Dios envuelto en el misterio de la realidad que nos trasciende, (y ello sea porque nos consideramos fieles miembros de una iglesia, o simplemente porque al reconocer el enigma de la vida lo afrontamos con sensatez y con espíritu abierto sin rechazar la posibilidad de “algo” o “alguien” no inmanente…), hemos convenido en hablar de “corrección fraterna” al referirnos a todo aquello que en la mayoría de los casos es simple intolerancia y prepotencia, afán de juicio del prójimo, condena de comportamientos distintos al nuestro o desautorización y señalamiento de culpabilidad reprochable y punible. Nos aplicamos mensajes, tareas o mandatos de Jesús como justificación y aval de mezquindad y de superioridad sobre nuestros semejantes; cuando su único objetivo era la entrega incondicional y la actitud de acogida y de servicio para ser nosotros los portadores de salvación y perdón, reservando a Dios el juicio, e incluso reclamando de Él clemencia erigiéndonos nosotros, tal como hizo Jesús si llega el caso, en garantes del hermano
“Llamar la atención al hermano” cuando nos sentimos o sabemos ofendidos, no es tanto el afán de corregirlo como la ocasión de mostrarle nuestro cariño incondicional. . No es pedir cuentas, sino convocar a la reconciliación. Que nunca se sienta tan débil como para no estar dispuesto a renovar la paz y la fraternidad heridas. Es mostrar que para quien confía y vive del amor y la bondad, aunque el dolor y la decepción existen, y lamenta y padece el desgarro de una actitud hostil o de un enfrentamiento, está siempre dispuesto a extraer de lo más profundo de su fe fuerzas pacificadoras e impulsos “salvadores”.
Y tampoco se trata, evidentemente, y menos en el contexto de nuestra complicada sociedad y de los abundantes usos y abusos de influencias, corrupciones y maltratos, de impunidad ante el crimen, de masoquismo y sacrificios; precisamente la preocupación y ternura por el prójimo nos reclama defender al inocente y al débil y evitar su explotación y sometimiento a la vileza y al trato inhumano o injusto. Pero el evangelio y el propio comportamiento ejemplar de Jesús sí que nos exige siempre comedimiento, delicadeza y voluntad de salvar al perdido, intentar rescatarlo de sí mismo en la obcecación y ceguera de su proceder indigno, y hacerlo en principio sin condena, abriéndole la puerta de la reconciliación y del perdón; de ahí esa progresión indicada por Jesús: a solas, con uno o dos testigos, con la comunidad… No es un ejercicio de superioridad y autoridad respecto a los demás, sino una actitud de disponibilidad y servicio, un intento de mostrar la real posibilidad de una vida reconciliada, que sepa que siempre puede haber misericordia y perdón…
Porque es ésa precisamente la petición que siempre atiende Dios al reclamársela, lo que siempre nos concede cuando nos ponemos de acuerdo para pedírselo: lo que beneficia y salva al otro; y no, como siempre hacemos, lo que nos resulta gratificante, beneficioso y deseable o provechoso a nosotros… Reunidos sólo dos o tres, si es en su nombre, hay siempre presencia suya; es decir: misericordia, perdón y bondad… y con ello fuerza espiritual para la reconciliación y la paz…
Deja tu comentario