¿SÓLO SETENTA Y SIETE? (Mt 18, 21-35)

¿SÓLO SETENTA Y SIETE? (Mt 18, 21-35)

Alguien me debe algo y soy inflexible, implacable e inapelable: “me lo ha de pagar, lo acosaré hasta que me lo restituya, no tiene ningún derecho a la tranquilidad y a la alegría hasta que me devuelva lo prestado”… es una reivindicación justa, digna e indiscutible, y la avala la propia ley, a la que puedo acudir si, ya harto o simplemente deseoso de acabar con esta situación molesta que me incomoda, renuncio a prolongar la espera y acudo al juez, sin que por ello se me pueda argüir (aunque la deuda no sea grande y por ello no me cree dificultades) de vengativo ni de malvado… sólo reclamo justicia, el menos ésa es la apariencia… Nuestra indignación por el incumplimiento ajeno que nos perjudica o simplemente nos incomoda, y que hace salir al otro ventajoso a costa nuestra, parece a todas luces comprensible… dan ganas de echarse al cuello y ahogarlo…

Pero cuando yo me veo en dificultades, tal vez por mi imprudencia, o por haber asumido compromisos exigentes forzado por las circunstancias adversas que se me han presentado o por mi ambición legítima; cuando debo cumplir lo que había firmado (puede que de forma irreflexiva, pero plenamente consciente, porque lo busqué y deseé), sin poder alegar para evitarlo nada distinto a la penosa situación en que me encuentro ahora; y reconociendo mi incumplimiento como susceptible de denuncia e incluso de condena, y sabiendo que solamente puedo apelar a la generosidad y la indulgencia del interesado, ante el que asumo desde mi impotencia su derecho a procesarme, y del que sólo me atrevo a implorar clemencia, exponiéndole fervientemente mi buena voluntad y argumentando todo tipo de excusas y pretextos, tal vez bastante más discutibles que la prudencia y honradez que yo pretendo, y que en último caso son consecuencia triste de un riesgo que yo había consentido y aceptado; entonces, nuestra tendencia a la autojustificación y a exculparnos siempre y a toda costa, pidiendo paciencia e indulgencia es también perfectamente comprensible… hasta nos ponemos de rodillas delante del otro…

Es justo que “nos perdonen nuestras deudas”, prueba palmaria de que tienen más que nosotros… Y es evidente, y cualquiera la conoce, nuestra buena voluntad para saldarla. Pero las circunstancias son tales y nuestra mala fortuna nos ha golpeado “sin culpa nuestra” de tal manera, que carecemos de los medios necesarios y somos incapaces de hacerlo, ya que supera nuestras posibilidades. No se trata de mala voluntad, abuso o insolencia, ni de ocultamiento interesado de otros negocios más prósperos a los cuales no queremos sustraer beneficios para pagar deudas de otros terrenos que no queremos mezclar ni confundir… y naturalmente reconocemos sinceramente y asumimos nuestra responsabilidad en devolver lo prestado “en cuanto podamos”… Por decirlo claramente: nos comprometemos a pagar lo que debemos, sólo pedimos tiempo, y paciencia por parte del acreedor, cuya generosidad y bondad reconocemos, agradecemos e imploramos humildemente… ¿Es eso un abuso cuando sabemos que él puede seguir viviendo sin precisar del importe que le debemos?…

Nuestra experiencia de la bondad y de la generosidad para con nosotros debe hacernos agradecidos, y conscientes de la necesidad de la indulgencia, de la renuncia a lo que es nuestro derecho y nuestra justa reivindicación, como ocasión y causa de fraternidad y de alegría, del nuevo horizonte que ¿Dios? (¿quién, si no?) abre en nuestra vida personal y en la humanidad; en el presente y en el futuro…

En la parábola mateana Ulrich Luz tiene toda la razón al indicar que jamás pasó por la mente del primer siervo la posibilidad de que el rey le pudiera perdonar su astronómica e impagable deuda; ni siquiera se atreve a sugerir tal posibilidad porque está absolutamente fuera del horizonte mental de cualquiera precisamente por lo extraordinario y exorbitado de su cuantía. La única posibilidad, en el colmo de la generosidad por parte del acreedor, sería hacer una rebaja, descontar los intereses, o ampliar los plazos de devolución sin denuncias ni perjuicio añadido hipotecando la totalidad de su patrimonio, personas de la familia incluidas, susceptibles de venderse como esclavos… (nuestros actuales y civilizados prestamistas y acreedores todavía actúan de esa manera, aunque no la llamen esclavitud…). Pero lo insólito y completamente inesperado, novedoso y desconcertante para cualquier oyente de la parábola, es que la iniciativa para el incomprensible perdón de la deuda provenga del propio rey (acreedor, prestamista…), y que su decisión esté motivada por pura compasión, que su única justificación (completamente ilógica, desproporcionada y “falta de juicio”) sea la piedad… ¿Cómo va a funcionar bien la economía, la sociedad, la política… a base de misericordia y de piedad, de perdón y de bondad?… Este rey está subvirtiendo el orden social y merece, él mismo, la censura y la condena, sea en la cárcel o en el manicomio…

Pero ésa es precisamente la subversión del orden social, del comportamiento humano habitual y “aconsejable”, que nos propone Jesús con su evangelio: una bondad y una compasión inesperada, poco rentable, e incluso desaconsejable y reprochable… Porque el contraste con nuestro modo habitual de proceder y regir nuestra vida y sus negocios no puede ser mayor. Ahí está la realidad que refleja la parábola: con un  rey, con un “señor, somos sumisos e incluso serviles, pedimos clemencia porque no podemos ocultar nuestra deuda acumulada hasta cantidades impagables… pero con el compañero de camino, con el igual, obramos despiadadamente esgrimiendo con crueldad la objetividad y teórica “justicia” de la ley y el orden…

La parábola de Mateo necesita la agudeza imprescindible de la caricatura para acentuar los contrastes: La brutalidad de lo cotidiano solamente se pone en evidencia al contrastarla con el antecedente de la exageradamente incomprensible (pero real y experimentada) bondad, y resulta así indignante y escandalosa.

Y no lo olvidemos: vivimos en la cotidianeidad de nuestro mundo y en la rutina de nuestra persona, o sea: ¿de un mundo indignante y escandaloso?… El final de la parábola es ya una simple moraleja, pero el interrogante que revela y nos propone implica un compromiso ineludible… La compasión, como el perdón, no tiene límites… Incluso setentaysiete es demasiado poco…

Un comentario

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