Aunque tendamos a identificar “la cruz que hemos de soportar” con los acontecimientos externos, circunstancias o situaciones involuntarias y negativas que nos acontecen en el transcurso de nuestra vida, es evidente que “la cruz de cada día” somos nosotros mismos. Somos nuestra propia cruz. A la única persona que he de soportar inevitablemente todo el tiempo que dure mi paso por la tierra, es a mí mismo: con mis límites y mis defectos, con todo lo que sé de mí mismo… Nada más evidente. Y no es tan fácil… Por eso dice Jesús, que no hay más solución que “negarse a sí mismo”; es decir, olvidar nuestras pretensiones y tomarnos como lo que somos: personajes cargados de limitaciones y miserias… deseosos de huir de nosotros mismos y empeñados en lograr ser quienes no somos… con el resultado palpable del fracaso de nuestros sueños y quimeras…Aceptar lo que somos y negar lo que no somos y queremos… Por eso la otra cara es la renuncia…
Y “tomar la propia cruz”, orientar y proyectar la vida desde la constatación de quienes realmente somos, no es ni desistir de la alegría, la ilusión y la esperanza, ni caer en el pesimismo, descontento o angustia so pretexto de impotencia. Ni conformismo ni desaliento. Es la simple confesión sincera y honrada de la incapacidad radical de lo finito y lo terreno… porque esa confesión es la única posibilidad de abrir los oídos y el corazón al evangelio y de poder asumir la apasionante aventura de construir desde la pequeñez e insignificancia de nuestra vida, y con sus limitadas herramientas siempre insuficientes, la antesala del Reinado al que estamos incomprensiblemente convocados…
Es cierto que el tener que soportarse uno a sí mismo siempre, se puede tomar como maldición o condena. Pero, sin embargo, si lo pensamos bien, no puede haber mayor motivo de ilusión y de optimismo: tenemos la completa seguridad de que resistiremos hasta el final con lo que somos; nadie puede arrebatarnos nuestra identidad, si nosotros no se lo permitimos… Es bueno saber que no podemos eludirnos a nosotros mismos por malos o negativos que consideremos los presagios. Saber que me voy a tener que aguantar siempre me lleva a sonreír, a no querer huir de mí mismo ni de nada de lo que soy, a mirarme al espejo y reírme al constatar “mis medidas”… y aceptarlas con humor, sabiendo que sería estúpido pretender ser otro intentando alterarlas… el espejo me convoca a la sensatez y a la satisfacción con lo que tengo en mis manos para modelarlo sin necesidad de prescindir de nada de lo que compone esa arcilla… La propia aceptación, al igual que la renuncia (esa otra cara de la dinámica en que nos sitúa Jesús con su evangelio), no es una frustrante imposición que me anula, o coarta mi libertad; sino al contrario, es la única posibilidad auténtica de ser libre, pues me lleva a saber lo que realmente está en mis manos y lo que no me será nunca exigido porque no se corresponde con mi tamaño y con mis límites, por lo que no puedo dedicarle esfuerzos imposibles… no se trata nunca de una desesperante confesión de fracaso, sino una convocatoria entusiasmada a la lucidez; el fracaso sería pretenderlo…
Cuando sopeso la cruz día a día, cuando me sopeso a mí mismo como cruz, ya no puedo temer otras cruces posibles; ya me siento en el camino de la victoria, ya me puedo convertir en discípulo, ya puedo asimilarme al Maestro, andar con Él, sentarme a su mesa, dejarme lavar los pies, inclinarme yo mismo ante mi hermano, hablar con contundencia y sin temores, vivir con solidez desde el amor y la alegría, tomar la realidad en lo que es: un sacramento, sonreír con dulzura ante la adversidad, derramar bálsamo sobre las heridas, enjugar lágrimas ajenas y derramar las propias, confesar sin tibieza mi fe y reanimar con entusiasmo mi esperanza, perder el miedo y la prudencia, encaminarme a Jerusalén… aceptar, si es preciso, la otra cruz: la del madero desde el que Cristo me mira… Pero si no descubro mi auténtico tamaño y mi torpeza, o quiero renegar neciamente de ella, presumiendo como Pedro de valor y fortaleza, tendré que llorar amargamente al cantar el gallo…
Porque indudablemente, y es de eso de lo que Jesús quiere apercibirnos, ninguna circunstancia externa, obstáculo o persona puede alejarnos de Él, si nosotros no se lo consentimos. El verdadero obstáculo y el miedo están en nosotros… El seguimiento nunca depende de lo casual, de lo fortuito o de lo ajeno; sino de nuestra voluntad y de la contundencia de nuestras decisiones y de nuestro empeño. Por eso es preciso estar alerta y desconfiar no solamente de lo externo y de los demás que nos rodean, sino incluso de nosotros mismos y de nuestras actitudes, muchas veces absurdamente pretenciosas, y otras con intención de ser definitivas, y que nunca tienen en cuenta nuestra real fragilidad y volubilidad, nuestra flaqueza y nuestra fácil caída en el desánimo, el miedo, la vergüenza y la pereza…
Hemos de ser inasequibles al desaliento que amenaza en cada esquina; a la presión ambiental que aturde e insensibiliza; a los consejos bienintencionados de quienes nos aprecian pero nadan en las aguas turbulentas y contaminadas de nuestras calles y mercados; a la tentación del triunfo, de la comodidad, de la ambición y del legítimo y merecido descanso ante quebraderos de cabeza y fatigas. Y hemos de eludir también la provocación del propio “yo”, siempre consciente de sus derechos y de sus cualidades y valores; y que nunca parece conformarse con el simple y feliz anonimato, con el hecho de que pasar “haciendo el bien” tenga que significar también olvidarse de agradecimientos y lisonjas, y se convierta en sinónimo de “pasar desapercibido”, sin que nadie constate tu presencia ni añore tu ausencia…
Llevar cada uno felizmente su cruz. Cargar sin miedo con quien somos. Que nuestra vida sea la afirmación de una identidad, la nuestra y no otra, y hacer de ella cauce de identificación con Dios: ocasión de su presencia y oportunidad de incorporarnos a Él…
Y saber que la renuncia no es rechazo, sino regalo, opción por lo divino y lo profundo. Y nunca empobrecimiento o pérdida, sino riqueza y proyección al infinito. Porque no se trata de hacernos concéntricos “a lo humano”, sino excéntricos “a lo divino”…
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