A Dios no se le palpa en los milagros o en teofanías prodigiosas, que nos hacen enmudecer y serían de por sí motivo suficiente para doblegar la incredulidad de cualquiera al hacer evidente aquello que sólo nos es accesible en la profundidad del misterio; allí, como mucho, se le teme. A Dios lo palpamos, y se hace manifiesto abiertamente, sin el más leve asomo de duda, en la cercanía de una vida querida y en la comunión íntima desde el cariño y la bondad. Yo lo palpé en mi madre…
Mi madre era una de esas personas cuya compañía, aún sin ella pretenderlo, transmitía serenidad y alegría, dulzura y paz. Alguien que te recibía siempre con una sonrisa, tanto si estaba esperando ilusionada que llegaras, como si te presentabas de improviso y por sorpresa; y tanto si eras su hijo, como si el que llegaba era para ella un perfecto desconocido. Y no se trataba sólo de esa bondad natural que descubrimos en tantas personas. Todos conocemos a muchas personas acogedoras, amables, atentas a los demás, con gran sensibilidad para apreciar las necesidades ajenas y voluntad de acompañar y estar siempre disponibles… Pero en mi madre había algo más (que desde luego ni quiero mitificar ni pienso que era exclusivo de ella), que parecía conducirte a una esfera distinta, teñida de profundidad, de paciencia y de ilusión gozosa por vivir desde la confianza, la mansedumbre, el compartir delicadamente y con una caricia esa aventura de la vida… Yo, en mi madre, particularmente en su vejez y en su fragilidad, palpaba a Dios…
Mi madre conseguía que a su lado la simple tarea de la vida cotidiana adquiriera un tinte especial, y se convirtiera en un caminar repleto de alegría y de ilusión, de confianza y optimismo, en un horizonte de entusiasmo sereno. Acercarse a ella y compartir, aunque solamente fuera unos breves minutos, contagiaba paz y le daba a todo un color distinto; por eso, siendo un personaje “insignificante”, nadie podía olvidarla aunque hiciera años que no la había vuelto a ver o aunque la coincidencia con ella hubiera sido circunstancial y más bien fugaz: un fisioterapeuta, una peluquera, una enfermera ocasional, un invitado imprevisto, un antiguo vecino o un improvisado compañero de viaje,… y es que no dejaba indiferente a nadie; nadie salía indemne tras encontrarse con ella, porque sin necesidad de hacer milagros ni de dar consejos, su mirada y su sonrisa, su clarividencia y su discreción, reconfortaban a cualquiera; y su perfecta entereza, su humor y la profundidad desde la que vivía animosa su hemiplejia incapacitante, su “invalidez” como ella decía, además de ejemplar, era signo de vitalidad y de plenitud, más allá de las evidencias de esa mermada existencia felizmente asumida.
Una persona dependiente, y el último año de su vida casi totalmente incapacitada físicamente, pero con una lucidez increíble y un sentido de la vida anclado en Dios no por resignación ni fatalismo, sino por una coherencia y sentido de la realidad forjados a través de una larga y sufrida biografía. Gozaba de una libertad y una perspectiva de futuro que le hacían sentir entusiasmo por ese enigma de la vida, al que encaraba con un sentido de agradecimiento profundo. Una persona que vive así sus últimos días, su propia muerte, con perfecta consciencia y feliz, se convierte en excepcional. Y no por superioridad o mayor categoría humana; sino, simplemente, porque es una excepción: no entra en las categorías que definimos como “lo normal”; pues en general la vida, y en particular la vejez, la incapacidad y la cercanía del fin, las tomamos casi como una maldición, como frustración de nuestros deseos, y con frecuencia entre quejas y lamentos… No era su caso; ella continuaba sonriendo…
Ciertamente, mi madre había optado por la bondad durante toda su vida, y confirmó esa opción en sus últimos años desde la impotencia física y la obligada pasividad y dependencia, con lo cual siguió siendo foco de luz, fortaleza, e incluso alegría y ánimo para todos desde su entusiasmo agradecido por Dios y el evangelio…Nada empañó su sonrisa, ni enturbió su fe, ni su esperanza; ni mucho menos su entrañable y delicado amor… Y terminar el día orando con ella era una delicia… Desde la debilidad nos infundió más ánimos e ilusión que desde el activismo de sus años incansables…
¿Y por qué digo esto sin pudor y hablo de ella? Ante todo, porque estoy seguro de que todos tenéis ocasión de descubrir en vuestra vida a esa persona o personas que nos permiten palpar realmente a Dios; y no podéis dejar pasar la ocasión… Por favor, no lo hagáis… Y porque no puedo dejar de proclamar que el mayor enriquecimiento de mi vida y el descubrimiento de su auténtica profundidad me lo ha dado ese palparlo a Él en lo aparentemente inútil de una vida que se consume… y para animar a todos a descubrir que la santidad, es decir, a Dios, la tenemos tan cerca, que sólo hemos de dejarnos atrapar por Él, por ella, acariciarla en lo más frágil…
La debilidad y el declinar de la vida es una llamada de tal intensidad a la mansedumbre y la ternura, que no dudo en considerar que el mayor privilegio de la vida ha sido acompañar a mi madre en esos días de su declinar y derrumbamiento físico…
Se trata de esa actitud de no sentir las limitaciones impuestas y el decaimiento físico como privación y en negativo; sino como las nuevas, distintas, posibilidades de acceso y ejercicio del amor y la bondad, de agradecer y de alegrarse, de vivir con ilusión, siempre en perspectiva de plenitud y de infinito… No protestar ni añorar lo que fue y ya no es posible, sino hacer de las actuales circunstancias y condiciones, ocasión de ejercicio y testimonio de delicadeza y de entrega, de apertura generosa al otro, ahora más que antes imprescindible como ayuda, pero al propio tiempo objeto elegido para expresarle cariño y alegría, gratitud y compañía… Nadie enriquece tanto como una persona pobre, frágil, aparentemente inútil por sí misma, que te dirige una mirada en la que vuelca todo su amor y se transparenta toda una vida entregada, llena de cariño, vivida desde Dios y dirigida hacia Él…
Desde el abismo de esa mirada de mi madre, con la clarividencia de la santidad a la que había accedido sin solemnidades ni aspavientos, sino sencillamente, a través de una vida vivida con amor, paz y alegría, desbordantes en sus últimos días, quiero que sepáis que desde entonces mi objetivo como cristiano solamente puede ser la bondad y la ternura… Porque la bondad divina es la ternura de unos ojos que te miran y la delicadeza de unas manos que te acarician… Y quiero que lo sepáis para que me lo exijáis sin paliativos… porque sólo en unos ojos cansados, pero llenos de luz, de alegría, de ese abismo de bondad, y de ternura, descubrí yo toda la profundidad de la vida… allí palpé a Dios… y quisiera que cada vez que os mire lo leáis en los míos y que sintáis siempre como una caricia mi sonrisa… y que, si no es así, me echéis en cara mi infidelidad y mi torpeza…
Sí, en mi madre palpé a Dios; y con sus manos, el mismo Dios me acarició… y no puedo ni quiero traicionarlos: ni a ella, ni a Él… porque su caricia me sigue llegando…
Gracias por hacerme recordar la cercanía de Dios en mi vida.
Sí, aquí seguimos cada día más cerca del amor verdadero.