VIVIR EN EXPECTACIÓN (Lc 12, 32-40)

Las reiteradas invitaciones de Jesús a “estar alerta”, y su insistencia en mantener una actitud de vigilancia, son siempre una clara llamada a la lucidez y a la consciencia, animándonos así a considerar nuestra vida como un peregrinaje, como un caminar activo y atento, que nos vaya sumergiendo en Dios y en la espera serena y paciente del momento de su llegada definitiva, del cumplimiento de sus promesas. Y ello sin caer en la pasividad y en la indolencia; pero también sin dejarnos arrastrar por el activismo, las prisas y la vorágine de nuestro mundo. Vivir nuestra vida, pues, como tarea y ejercicio de responsabilidad y prudencia, al aportar al mundo lo que Jesús encarga a sus discípulos: actitud de servicio y entrega. La vida como ocasión de cuidar del prójimo con delicadeza y con dulzura.

Porque la vigilancia y atención que nos pide el evangelio no son el simple cumplimiento de una tarea encomendada o de una responsabilidad asumida, y de la que habrá que rendir cuentas, dado que hemos querido libremente comprometernos por su causa e incorporarnos a su discipulado. Mucho más que hacernos un encargo, Jesús nos convoca a una aventura… Y, ciertamente, hay por su parte una confianza absoluta e inmerecida en nosotros: en nuestra capacidad de seguirle y en nuestra voluntad de cumplir su encomienda, de serle fieles. Así pues, su llamada no busca meros ejecutores de órdenes o “consejos”, sino que propone una convocatoria a vivir desde una perspectiva en la que late un componente de ilusión y de esperanza, que se traduce en una actitud de expectación y de entusiasmo, mientras estamos construyendo un mundo fraterno, de confianza y acogida.

Estar en guardia, vigilantes y atentos, tal como nos lo propone y nos lo pide Jesús, no debe ser nunca ocasión de angustia, de incertidumbre o de desasosiego; y mucho menos de temor o desconfianza. Todo lo contrario: la tensión de la espera debe ser la emoción y alegría profunda que experimenta aquél que sabe a quién espera y desea ardientemente el momento de su llegada… Es vivir en un estado de gozo y expectación a la espera de lo que Dios va a traer a nuestra vida; y, a la vez, atento para saberlo reconocer y agradecer cuando llegue…  La tensión de la espera de su Reinado no es motivo de inquietud o desconfianza, sino afán de descubrirlo ya presente, deseo de que al fin se haga realidad el “venga a nosotros tu Reino”; y es también atención para no dejar pasar ningún signo de su presencia entre nosotros, de ese ya que todavía no llega a plenitud, pero que ha introducido su Espíritu Santo en nuestra vida… El “ya” nos lo proporciona el cuidado y atención a las hermanas y hermanos, cuya vida compartimos y hemos de enriquecer mutuamente; el “todavía no” es la clara conciencia de que no nos conformamos, de que el mismo Dios nos encara hacia la plenitud, y la traerá…

Y en esa espera confiada e ilusionada, expectante, es cierto que el discípulo de Jesús no está exento de inquietud y preocupación en muchos momentos de “tentación” y en un sinfín de circunstancias, tanto personales como comunitarias o “eclesiales”, que nos invitan a la tristeza, e incluso a la decepción y al desánimo. La clarividencia que aporta el evangelio, la dimensión de profundidad y la proyección de futuro y plenitud otorgada por ese mensaje, el optimismo y alegría radical que le aporta; no nos exime de experimentar, y en muchas ocasiones de modo agudo y persistente, a veces doloroso, la inquietud y preocupación inherentes a nuestra fragilidad, a nuestro ser demasiado débiles y limitados, torpes e inseguros de nosotros mismos cuando se trata de orientarnos hacia aquello que intuimos como definitivo y fundamento último de plenitud. Pero, a pesar de ese reconocimiento de debilidad y de flaqueza, de inseguridad y de carencia de evidencias verificables o certezas, la absoluta confianza en la fidelidad de Dios a sus promesas y en la presencia sacramental y misteriosa de Cristo a través de su Espíritu Santo, nos permite sobreponernos a nuestros propios fantasmas imaginarios, exorcizar nuestros temores de fracaso, nuestras sombras, dudas y tinieblas, y esperar contra toda esperanza, confiar frente a toda estúpida desconfianza, y seguir entusiasmados la voz del que nos llama, sin tener miedo ni desanimarnos a causa de nuestra tibieza, nuestros titubeos, o nuestros incomprensibles e infortunados rechazos. No podemos caer en la necedad de olvidar la promesa, porque “todavía no ha llegado”; ni en la insensatez de despreciar el cuidado del prójimo, el enriquecimiento y gozo por la hermana y el hermano, porque el presente se nos hace largo y “ya es hora” de darnos buena vida, a costa de ellos…

La llamada a la vigilancia de Jesús no es una alerta sobresaltada, un anuncio intimidante o una amenaza desafiante. Ni tiene los tintes sombríos de una zozobra apocalíptica o de los espeluznantes escalofríos milenaristas… La advertencia que nos hace es, como siempre es su llamada, un despertar y estar alerta para la clarividencia y la asunción cabal y coherente de la realidad en la que vivimos, no olvidando nunca su sello de provisionalidad, su carácter efímero, y su signo de compromiso y apuesta por la trascendencia y el misterio al que nos convoca. En definitiva, apercibirnos y no dejar en el olvido su carácter sacramental, cuya única consecuencia responsable, (y dadora de entusiasmo por la vida, de gozo y fortaleza), es un compromiso esforzado y sincero, concretado en un vivir con entrega gozosa y con apasionamiento sincero y feliz, en actitud rebosante de cariño y de dulzura, de servicialidad y mansedumbre. Y atisbando el horizonte, su horizonte divino…

Merecer la confianza de Dios significa vivir apasionadamente su encargo, rebasar sin esfuerzo la simple actitud de vigilancia, porque desbordamos de bondad y de contento; porque sabemos cuidar a nuestra hermana, a nuestro hermano, hacerlos prójimo, amarlos y respetarlos tanto, que ni la espera hasta la venida prometida senos hace larga, ni nos inquieta que llegue de improviso y nos descubra precisamente así, como Él quería: haciendo fiesta de mi hermana y de mi hermano, haciendo fiesta con mi hermana y con mi hermano… y no golpeándolo…

Y lo inimaginable, lo imposible, lo auténticamente absurdo y escandaloso, pero lo único digno de un Dios incomprensible y sorprendente hasta la paradoja y la contradicción; es que el mismo Señor, cuando vuelva y nos vea felices en el servicio a los hermanos, habiendo palpado lo más hondo del misterio y del enigma de la vida, dichosos porque nos hemos atrevido a renegar de nuestras pretensiones y a olvidar nuestros fracasos, a amar y sonreír en lugar de juzgar y exigir, se alegre y nos sonría; y que, de nuevo, otra vez, se ciña la cintura y, después de lavarnos los pies, nos sirva haciéndose de Dios, esclavo…

Pero, ¿en qué Dios creemos?… ¿Sabremos “estar alerta”, cumplir su encargo?… ¿O acaso pretendemos entenderlo, disimular su escándalo?…

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