FALTAN PECADORES

Tenemos una innata tendencia a considerarnos víctimas, y pretender siempre exculparnos de los errores, malas elecciones o consecuencias negativas de nuestras decisiones o de nuestros actos. Ante la evidencia de que no hemos obrado correctamente o de que nuestra opción fue negativa, nuestro primer impulso es siempre el de buscar una excusa o un pretexto que pueda disculparnos. Además, la popularización de los conocimientos de la psicología, de la medicina, de la sociología, etc., los convertimos fácilmente en aliados nuestros para poderlos esgrimir como argumentos poderosos y contundentes en favor de nuestra inocencia, facilitándonos así fáciles coartadas y liberándonos de asumir responsabilidades: el estrés, los nervios, el ritmo acelerado y caótico, el consumismo compulsivo, el bombardeo publicitario, la agresividad incontrolable, la impunidad y las facilidades para obtener todo…todo ello parece eximirnos de responsabilidad personal. Únicamente cuando entramos en el terreno de lo delictivo y de la ley actuamos como fiscales exigentes y jueces implacables de los demás, y exigimos la condena hasta de las inadvertencias que hayan podido tener repercusiones socialmente inaceptables.

Pero el terreno de la culpabilidad personal y la conciencia de haber obrado mal está en otro lugar: el de la conciencia profunda y la intimidad. Y es cierto que ése, el único tal vez al que tenemos pleno acceso desde nuestra identidad personal y de modo introspectivo, lo tenemos casi abandonado.

Para el cristiano, sin embargo, ese terreno es el decisivo, porque el anuncio del evangelio se fundamenta en la llamada a la conversión, y ésa es una tarea estrictamente personal, dirigida precisamente a lo profundo de la conciencia y a la aceptación de la propuesta de vida de Jesús, del Cristo. Y ahí es cierto que esa tendencia a diluir nuestra responsabilidad personal en los múltiples e ineludibles condicionantes de nuestra conducta y de nuestros actos, cuyo dominio se nos escapa, nos lleva a considerarnos muy pocas veces pecadores, o sea, responsables de actitudes y opciones negativas, instrumentos o ejecutores del mal. Casi nunca nos consideramos “culpables” de nada, ya que encontramos siempre fáciles atenuantes de nuestra conducta negativa: estaba nervioso, me pilló de improviso, no supe reaccionar, la presión me pudo, tenía una mala racha, una semana fatal, un ritmo estresante,… como si nuestra libertad, a la que apelamos continuamente en reivindicación de derechos, autonomía e independencia de los demás; cuando se trata de reconocer errores y confesar equivocaciones y falta evidente de amor al prójimo en los términos que nos lo exige el evangelio, hubiera estado secuestrada o sometida a fuerzas externas invencibles, que la hubieran manipulado y obligado a actuar de ese modo manifiestamente erróneo en que lo hicimos. Afirmamos nuestra personal implicación, responsabilidad y esfuerzo en todas las cuestiones apreciables y valoradas como buenas y meritorias; y eludimos descaradamente el reconocimiento de nuestras malas acciones, de nuestros pecados, escudándonos en mil pretextos, todos ellos supuestamente reales, objetivos y, decimos, fácilmente reconocibles por cualquiera.

Pero el cristiano no puede excusarse con fáciles componendas, ni disculpar de ninguna manera sus inconsecuencias. Esa actitud de seguimiento, que comienza con la aceptación de la llamada de Jesús a la conversión, nos exige sinceridad para reconocer el pecado en nuestra vida y no disimularlo ni pretender descafeinarlo o aminorar sus consecuencias. ¡No podemos infravalorar nuestra maldad! Porque está presente desgraciadamente en nuestra vida; a pesar nuestro, pero presente. La tentación no hay que dramatizarla, pero existe; no es mera obsesión, angustia o escrúpulos, pero tiene una presencia patente en nuestra vida, precisamente porque queremos ser fieles al evangelio, porque sabemos lo que Dios nos pide y lo que Jesucristo nos exige; y, por ello, conocemos sobradamente nuestra incapacidad, nuestra falta de altura, para esa misión. Somos siervos indignos. Somos pecadores. ¿Cómo no reconocerlo? ¿Cómo actuar con disimulo o con manifiesta falsedad negándolo?

Es verdad que en nuestro mundo faltan personas que quieran sustraerse al espíritu conformista, situarse en el horizonte de la honradez y de la entrega, y abrirse a ese mundo insensato de Dios y de su Cristo; pero los que así se lo proponen no pueden dejarse contagiar de la pretendida inmunidad que parece otorgar nuestra pequeñez, al no poder cambiar nada, y decir: “soy inocente, no hay culpa en mí”. Eso es falso.

La clarividencia que otorga Dios a quien acepta esa llamada de Cristo en su evangelio, se pone de manifiesto, en primer lugar, y como imprescindible punto de partida, en la autocrítica. El célebre examen de conciencia no es sino, lo mismo que el dolor de los pecados y el propósito de la enmienda, la plasmación en lenguaje y concisión catequética, de la seriedad y responsabilidad con que acogemos la llamada de Jesús al seguimiento y nos apercibimos de su grandeza, de sus auténticas dimensiones. Es el irreprimible: “Apártate de mí, que soy un pecador”.

Solamente puede haber un cristiano, allí donde hay alguien que se reconoce pecador y que se confiesa pecador. Quizás sea más discutible el modo como realice esa confesión; pero el hecho fundamental e ineludible es que la ha de hacer. Y tal vez el mejor criterio para reconocer dónde hay alguien que ha escuchado bien a Jesús y ha decidido integrarse en su discipulado y hacerlo a Él la meta de su vida, no sea el observar si es o no muy practicante, sino el de escuchar de sus labios esas simples palabras: “Soy un pecador. Necesito pedir perdón”.

Es desde esta perspectiva desde la que hay que considerar ese fenómeno constatable de la debilitación de la conciencia de pecado en los cristianos, al haberse superado la consideración excesivamente introspectiva, individualista, escrupulosa hasta el punto de rayar frecuentemente en la neurosis, de la práctica tradicional de la confesión. Los excesos y defectos de esa práctica han lastrado la conciencia cristiana del sentido de la penitencia y el perdón; y en cuanto han sido puestos en evidencia tanto por la psicología como por la propia teología, han arruinado el auténtico sentido de una actitud cristiana al respecto, fundamentada en el evangelio y en el seguimiento de Jesús. Pero reconocerse pecador no es caer en la neurosis, sino sencillamente confesarse débil para la tarea que Jesucristo nos propone y que aceptamos gozosos, es temer defraudarle al defraudar a los hermanos, es necesitar oír de sus labios una vez más ese bálsamo de su voz repitiéndonos una y mil veces:  tus pecados están perdonados; precisamente porque somos conscientes de ellos y sabemos reconocerlos.

Sí, indudablemente faltan pecadores. Faltan cristianos que se reconozcan y confiesen pecadores no en abstracto, sino con pleno conocimiento, dolor y tristeza por las deficiencias concretas de su vida; y que, sin angustiarse ni desanimarse, perciban en toda su intensidad el perdón de Dios y la fuerza de su Espíritu, que además de mover a conversión otorga una capacidad de superación y de bondad real y posible. Todo ello, por tanto, sin necesidad de hablar y temer castigos, miedos y terrores medievales, cuyas secuelas todavía colean. Reconocerse pecador es la condición ineludible para experimentar la misericordia y la bondad de Dios, su perdón. Y para poder convertirse, aceptando la propuesta de Jesús, en instrumento y ocasión de misericordia y de bondad, de perdón, para los demás. Solamente reconociéndonos pecadores podemos gozar de la alegría de la salvación y, penetrados del amor y la bondad de Dios, ser instrumentos de su misericordia y su perdón.

Por |2019-03-12T21:46:04+01:00marzo 11th, 2019|Artículos, General|Sin comentarios

Deja tu comentario