Tras su bautismo, Jesús es llevado hasta el desierto. La convocatoria que nos hace Dios por medio del Bautismo, hay que asumirla. Y hay que asumirla sabiendo todo lo que está en juego en nuestra vida si la aceptamos. Es algo que no podemos decidir de forma apresurada o inconsciente, o con la indiferencia y despreocupación con la que tomamos tantas decisiones de nuestra vida.
Por eso es el Espíritu, que había ratificado su Bautismo, quien conduce a Jesús al desierto, allí donde no hay ni ruido ni testigos, donde carecemos de público y de las fáciles excusas del ruido y del bullicio, de las prisas y la superficialidad; donde únicamente nos encontramos con nuestra propia persona en su estrato más profundo, y con nuestro verdadero e inevitable rostro: el de la fragilidad y la duda, el de la tentación.
Dios no quiere que nos llamemos a engaño o que andemos confundidos: hay que vencer al Demonio, hay que saber identificar la maldad y desenmascararla con esa fuerza suya, pues el Espíritu que nos conduce al desierto lo hace para no abandonarnos, para que sepamos que Él será nuestra única compañía, pero una compañía que nos hará invencibles, impermeables a la desfachatez y burda provocación, no por ello menos seductora en apariencia. Porque el mal no es algo etéreo en lo que podamos escudarnos para disimular o diluir nuestra responsabilidad cuando nos convertimos en agentes de lo perverso, en verdugos del prójimo, en instrumentos de tortura para los demás. No es que “caigamos en el mal”, como sin darnos cuenta; no, es que queremos ser malos. Lo decidimos.
Hay que rechazar con arrojo la tentación, la radical y profunda que se enreda en nuestro yo para confundirlo con apariencias de grandeza terrena y de poderes, que pueden ser reales ciertamente, pero que precisamente por ser de este mundo serán siempre perecederos y forzosamente mezquinos e interesados. Porque la tentación radical procede justamente de ahí, de lo más profundo de nosotros mismos, de la clara conciencia de lo que podría ser nuestra vida si la dejáramos discurrir por las sendas y criterios de este mundo nuestro: el éxito legítimo, el poder ganado, lo espectacular posible, la ley del más fuerte, la negación de la bondad.
Hemos de experimentar el miedo ante nosotros mismos, ante lo que somos como humanos y lo que podemos conseguir con nuestros propios medios y con nuestras fuerzas; miedo precisamente porque el mismo Dios nos ha hecho capaces de dominar y dirigir este mundo, es decir somos capaces de triunfar como criaturas. Y ahí está la clave: criaturas, es decir, creadas; no dioses en miniatura.
El bautismo es la llamada divina, su oferta de salvación, de trascender la mera materialidad creada para aceptar su propuesta de vida en el misterio todavía oculto de su eternidad. Y aceptar esa propuesta es algo que sólo podemos decidir con plena consciencia y definitividad en el radical enfrentamiento con nosotros mismos en la soledad del desierto… allí nos lleva el Espíritu para que conozcamos bien las exigencias y riesgos que Dios nos propone, y que exigirán de nosotros constancia, fidelidad y fortaleza. En el desierto hemos de darnos cuenta de la sutileza de la serpiente que nos invita a ser como dioses, es decir, a pretender que Dios lo sea a nuestra manera.
Pero el desierto es también el lugar donde Dios se revela, por eso nos conduce a él su Espíritu, no nuestra voluntad; y hemos de notar que su soplo nos da clarividencia y nos permite rechazar contundentemente cualquier provocación. Porque desarmar al enemigo puede parecer sencillo, lo difícil es no dejarse seducir por su encanto, por su provocación que apunta justamente a lo posible, a lo sensato, a lo justo y pertinente. Y es precisamente para desenmascarar esta evidencia de lo posible e incluso conveniente a ojos de este mundo nuestro, pero ajeno a la vida que Dios nos propone, para lo que jamás nos falta su aliento. Y hemos de dejarnos llevar por él. Jesús ya lo ha hecho de forma definitiva y radical; y aunque “el demonio se marchó hasta otra ocasión”, hasta la hora de la cruz, la decisión está tomada y es irrevocable.
Porque el desierto no es para quedarse, su soledad no debe prolongarse; el Espíritu te ha conducido a ella únicamente para que decidas tu vida, para que marques definitivamente la trayectoria de tu existencia, quiere ser el comienzo de la aventura de Dios en tu persona. Cuando de nuevo la tentación, el demonio, la ocasión de infidelidad y de maldad vuelva a presentarse, será sólo para verificar tu compromiso, para poner a prueba tu fidelidad y tu paciencia, para templar tu fibra con el riesgo y la amenaza, con la provocación y el desprecio; es decir, simplemente para que actualices en el ahora del momento lo que has sellado para siempre. Porque el desierto es también lugar de privilegio: donde, venciendo la hostilidad del medio y del demonio, Dios mismo te corteja y te seduce ofreciéndote y reclamándote al mismo tiempo, alianza perpetua, amor inquebrantable.
Ése y no otro debe ser también nuestro horizonte: el sí incondicional a Dios, y el rechazo incontestable y definitivo al enemigo; sabiendo que siempre podrá haber “otra ocasión” cuyo precio sea la cruz, pero sabiendo que también en ella, en la cruz, venció Jesús. Y venció precisamente porque desde el principio dijo: No sólo de pan vive el hombre…
(Imagen: Tentación en el desierto de Briton Rivière)
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