El ayuno cristiano no es un capricho o extravagancia, ni un simple atavismo, ni un “sacrificio”; es simple expresión, manifestación voluntaria y conveniente, de una vida conducida por la sobriedad y la austeridad. Porque de hecho, el tipo de vida propuesto por Jesús, y al que nos convoca, sin ser el de la escasez o la renuncia a la comida y a la bebida en ningún aspecto, sí que viene marcado por una vida distante del derroche, de la complacencia exagerada en el comer y el beber, y, por supuesto del exceso, no digamos de la glotonería o del sibaritismo.
La vida de Jesús no es la de Juan Bautista, de retiro y rigor absoluto; sino que viene marcada precisamente por una actitud que se ha definido como de comensalidad abierta, es decir de gozo en compartir la comida como momento culminante de la cercanía, de la amistad y de la comunión. Jesús no vive en la privación, ni presume de ayunos o rituales de pureza; pero se muestra siempre como soberano absoluto de su vida y afirma claramente que, por encima de todo, su alimento es cumplir la voluntad del Padre; y por eso puede mostrarse completamente desprendido de esa consideración de la comida como placer y exquisitez, en ocasiones casi como culto e idolatría en tantos círculos y personas. De hecho, junto a su comensalidad abierta también aparecen claramente en los evangelios, aparte de los días previos de las tentaciones en el desierto, circunstancias en que Jesús no come mientras los demás lo hacen, presentándolo como renuncia voluntaria de una u otra manera.
Por otro lado, ayunar nunca ha estado lejos de religiones, filosofías, escuelas o modos de pensar, que han privilegiado y atendido la consideración de lo profundo de la persona, sin renegar por ello de su ineludible carácter material y físico. Se trata, en esa perspectiva, de evitar que lo superficial haga olvidar lo profundo, o de que la dedicación a lo provisional y perecedero de la persona lleve a ignorar o perder el sentido de la vida. El ayuno es entonces una herramienta para ayudarnos a ser cabales y centrar nuestra vida, haciendo una pausa que nos libere de nuestras necesidades materiales y sus exigencias.
Y no es nada del pasado y ya obsoleto. Muy al contrario: una huelga de hambre tiene un claro sentido de reivindicación y protesta frente a algo considerado intolerable, es expresión de descontento y rechazo por la arbitrariedad o la injusticia. Y si miramos nuestro mundo y nuestra inhumanidad, el cristiano debería estar en huelga de hambre permanentemente, para mostrar su disconformidad con los entresijos de nuestra sociedad. Por tanto, nada tiene de extraordinario que lo haga puntualmente alguna vez al año, en momentos fuertes de llamada a la conversión; y de forma conjunta y universal, en comunión con todos los discípulos que quieren sumarse a la denuncia que hace Jesús con su palabra, con su vida, con su cruz y con su propuesta de seguimiento, de toda desigualdad, injusticia, falta de caridad, de todo aquello que nos aleja de cumplir la voluntad de Dios respecto al hombre y a toda su creación.
Ayunar es hacer patente y expresiva nuestra voluntad de no someternos a las agobiantes imposiciones de nuestra triste y atosigante sociedad de consumo, donde se aplaude el despilfarro y se menosprecia el recato y lo austero. Es decir sin vergüenza que ciertamente nuestro principal esfuerzo y nuestro tiempo más preciado no son para consumismo y excesos, no para quedar presos de nosotros mismos y de nuestras propuestas de felicidad, siempre chatas y miopes por limitadas y fáciles; sino para gozar de Dios y atender esa llamada suya a lo imposible.
En resumen, los cristianos todavía hoy necesitamos ayunar, ayunar de muchas cosas, pero también de la comida, para hacer un alto en el camino y no caer en las redes de nuestras esclavitudes personales, de nuestras desmesuras y derroches, de nuestra complicidad con la desproporción que existe entre nuestra vida real y la deseada por Dios.
Deja tu comentario