CAPACES DE BONDAD (Lc 6, 39-45)

Mirar al otro siempre con ojos limpios, con ojos de bondad. No caer nunca en la tentación de juzgar lo que nos parecen en él defectos o carencias, sino dirigirnos a él con la actitud indulgente y bondadosa de quien se sabe lleno de imperfecciones y defectos, y de quien es consciente de que si el otro conociera los lados oscuros de mi vida, no podría soportar entonces su mirada, porque quedaría avergonzado.

Sí, la primera actitud nuestra de cara al prójimo debe ser siempre no la de juzgar por apariencias, sino la opuesta: la de considerarnos indignos de emitir un juicio sobre él, ni tan siquiera señalar sus tan evidentes “motas”, que le afean o que parecen impedirle tener una buena visión y gozar de una perspectiva adecuada. Nuestro acercamiento a él debe situarse en la órbita del acompañamiento y de la cercanía, de la confianza  y la humildad que me lleve a pedirle y agradecerle yo a él que me ayude a superar mis propias limitaciones, que me haga tomar conciencia de mis evidentes defectos, tal vez ignorados por mí u ocultos a mis ojos, pero ciertos y reconocibles por los demás.

Pensamos casi siempre que nuestro prójimo es aquél que nos necesita; y es más bien al contrario: somos nosotros quienes necesitamos de él. Ciertamente la exigencia evangélica de compartir y hacer del otro nuestro prójimo debe ser  exponente de nuestro desprendimiento y verdadera caridad en el seguimiento de Jesús; pero el otro es instancia iluminadora de nuestra fe antes que beneficiario de ella. Nos es preciso, lo necesitamos para enderezar nuestro caminar, para reparar nuestras limitaciones y corregir nuestras derivas. De ahí que nuestra actitud cristiana no es tanto la de ser guía de nadie (siempre hay algo de ceguera en nosotros, contaminados irremediablemente por el pecado y la maldad), cuanto la de acompañarle, estar disponible y aligerar su caminar.

Necesitamos sentir y decir desde el principio que nos avergonzamos de nosotros mismos, y que somos conscientes de nuestra impotencia y de todo lo que hay de oscuro y de indigno en nuestra vida; y, con ello, pedir perdón y ayuda para olvidar nuestro pasado y atrevernos a mirar a los demás con una mirada limpia y profunda, y con una sonrisa cariñosa e indulgente, que no es juicio y rigor sino bálsamo y bondad.

Hemos de comenzar siempre nuestro peregrinaje evangélico aprendiendo a mirar con cariño, desprendiéndonos de nuestros prejuicios y purificando nuestros ojos y nuestro corazón. Dejarnos abrir los ojos a la luz de Dios y no seguir ciegos. Porque nuestra ceguera es voluntaria y remediable. Se trata de consentir en que nos señalen el impedimento y nos ayuden a eliminarlo, y no en pretender ser nosotros con nuestra autosuficiencia quienes tomemos en exclusiva las riendas de nuestra vida. Porque quitar la viga del propio ojo es tarea imposible para quien está cegado por ella, no le es accesible, no puede de ningún modo verla. El otro nos es insustituible para poder abrir los ojos sin temor; y ésa es la primera condición para ejercer la bondad.

Porque cuando Jesucristo nos invita a la bondad está diciéndonos que somos capaces de algo de lo que muchas veces dudamos: que podemos ser buenos, tal y como Él lo es. Pues, aunque la bondad sea absurda e impopular, aunque la apuesta de este mundo sea por el ventajismo, la revancha y la eficacia y no por el acompañamiento y la paciencia, aunque las complicaciones de nuestras relaciones personales en los distintos niveles de nuestra vida no favorezcan la generosidad, la confianza y el agradecimiento; a pesar de todos los obstáculos que pone a su ejercicio nuestro egoísmo individual y nuestro entramado social, y a pesar de todos los inconvenientes a que puede conducir declararse abiertamente por su práctica; a pesar de todo, la bondad es posible. Podemos realmente ser buenos.

Y ésa es la sencilla declaración que está puesta en los cimientos del evangelio, en el núcleo del mensaje de Jesucristo a la humanidad, a cada uno de nosotros: puedes ejercer la bondad, puedes realmente transmitir el amor de Dios a los demás.

¿Y, cómo mostrarle nuestro deseo de ejercer la bondad? ¿Cómo decirle a Jesús que aceptamos su llamada, que vamos a comprometer nuestra vida en esa absurda aventura suya? El paso previo, la condición ineludible es salir de nuestra ceguera, pedir ayuda para abrir los ojos, saber que sin la luz de Cristo no podemos ver. Porque abandonados a nuestra suerte, dejados al arbitrio de nosotros mismos y de nuestra voluntad maltrecha, somos ciegos irremediablemente a la bondad e incapaces incluso de reconocer nuestra ceguera.

Hemos de saber que existe la luz, la que Dios enciende en nosotros, y sabiendo que existe y que Él nos la regala, hemos de desearla, de quererla como nuestro único tesoro, el más preciado, el que nos abre la puerta a su Bondad, el que nos sumerge en ella y nos hace capaces también a nosotros de bondad.

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