EXPERIENCIA DE DIOS (Jn 15, 1-8)

EXPERIENCIA DE DIOS (Jn 15, 1-8)

                La experiencia de Dios que tiene el discípulo de Jesús es, como el propio Dios cuando lo consideramos accesible a nuestra limitada realidad, singular y paradójica.

                No nos basta con decir que creemos en Dios. Tampoco con afirmar una comprensión de la divinidad supuestamente distinta a la del estricto monoteísmo judío y aparentemente contradictoria -Dios como Trinidad-, que nos descubre el propio Jesús con el testimonio de sus palabras y su vida, y con el reconocimiento de su resurrección y “Ascensión al cielo”.

                Todo eso, que es fundamental y nos abre una dimensión de trascendencia que está más allá de lo perceptible y concebible por nosotros, si no hubiera existido esa iniciativa reveladora divina; queda, sin embargo, todavía en el terreno de “lo teórico”, de la metafísica, del “ser” y la “esencia”.

                Pero la revolución religiosa surgida con Jesús tiene menos que ver con la teoría (que siempre es la “instancia segunda”), que con la práctica, entendida ésta no como la manipulación de la realidad, sino como la experiencia de nuestra identidad personal, su libertad, y el intento de dotar de coherencia y comprensión a nuestra vida desde el interrogante radical por la existencia y desde el afán de ser capaces de actuar con lucidez, con responsabilidad, y con sentido.

                Es precisamente en ese terreno, donde constatamos lo singular y paradójico de Dios, donde el evangelio hecho vida de Jesús nos deja asombrados y perplejos; porque esa fe, que es confianza absoluta e incondicional en la persona de quien se nos revela como el Cristo, implica para nosotros conciencia de “ser divinos en y con Jesucristo”, portadores de Dios y su misterio, que se actualiza en el amor y en el perdón; y, además de ello, sujetos únicos, identidad indisoluble, personalidades propias e irremplazables; algo así como estar sumergidos en una divinidad envolvente, la cual, no obstante, no anula ni entorpece, sino que consagra y fortalece nuestra peculiaridad, dotándola de consistencia definitiva, de plenitud y de eternidad, de infinitud.

        No es conciencia de dependencia en el sentido de anular, condicionar o empalidecer nuestra libertad; sino en el sentido vital y profundo de saber cuál es nuestro fundamento sintiendo nuestra la solidez inquebrantable que nos proporciona, aún en la provisionalidad de nuestra cualidad terrenal.

Nuestra experiencia de fe es, literalmente, la de “estar injertados en Dios”; es decir, sentimos en lo más profundo e íntimo de nosotros mismos el aliento de lo sobrenatural, y, precisamente ese sentimiento hondo y radical de “dependencia”, nos lleva a reafirmar nuestra identidad; incluso a saber que no podemos llegar a lograr ser nosotros mismos, en nuestra personalidad única, sin esa “dependencia”. Se nos abre así una dimensión de la vida y de la trascendencia que está más allá de lo perceptible y concebible; pero que es irrenunciable y nos enriquece al infinito, literalmente: nos diviniza…

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