JESÚS, “UN PROVOCADOR”… (Jn 4,3-43)

JESÚS, “UN PROVOCADOR”… (Jn 4,3-43)

Dejando al margen los detalles concretos del encuentro de Jesús con la samaritana y las circunstancias que el evangelista quisiera acentuar con el relato, el hecho fundamental y destacable desde el primer momento es la actitud claramente provocadora y casi desafiante de Jesús, en principio desconcertante (como le ocurre a la samaritana); y además en claro contraste con su forma habitual de presentarse y con su siempre silenciosa disponibilidad y servicio, su callada mansedumbre y capacidad de acogida.

En esta ocasión, sin público y casi “en privado”, no está a la espera de que alguien se dirija a Él en solicitud de algo para acoger bondadosa y generosamente su petición; sino que es Él quien toma la iniciativa para dirigirse a una mujer que parece ignorarlo (o respetarlo y “temerlo” en una sociedad patriarcal y machista); más aún, que muestra cierta distancia y una prevención socarrona e irónica respecto a este hombre chocante y descarado que le sale al paso, interrogándola de un modo inusual e incluso algo frívolo y tal vez sospechoso… No es la samaritana quien busca a Jesús, sino Jesús quien tiene necesidad de ella, como si no pudiera consentir dejar pasar indiferente a nadie que sea ignorante de su persona y del don que aporta, y obligándole con ello a decidirse y tomar partido, prohibiendo la indiferencia y la pasividad; y emplazándole de forma inevitable a una respuesta comprometedora y concluyente que ponga de manifiesto lo que está oculto en el corazón de cada uno y le exija un reconocimiento, un comportamiento claro, y una actividad de anuncio y de misión respecto al sentido y a la perspectiva profunda en que quiere situar su propia vida.

Porque ésas son la sed y el hambre de Jesús, que va a estallar solemnemente en el momento culminante y decisivo de la cruz con un grito de otro modo incomprensible:  “Tengo sed…”, sed de la samaritana y de todas aquellas personas que encontrándose a su lado e ignorando quién es, puedan pasar de largo sin conocer el regalo de su vida y el amor desbordante de sus entrañas divinas; sin experimentar la perspectiva de paz, perdón y esperanza que su persona aporta a nuestra vida y a toda la humanidad; sin saber dónde está realmente esa fuente de agua viva que todos ansiamos, portadora y germen de cumplimiento y plenitud.

Jesús no puede consentir la ignorancia ante lo que Dios nos propone, porque sabe bien que en ello se juega la felicidad y el horizonte de la persona; con Él llega el momento de la decisión. Su  paso por nosotros es la oportunidad de nuestra vida; y no puede soportar nuestra ignorancia al respecto, la duda o el equívoco. Decidamos lo que queramos, pero nuestra vida personal podrá siempre remitirse a un momento luminoso de clarividencia y lucidez que nos aportó y provocó su paso y su cercanía, una proximidad que Él buscó y que nos sorprendió de repente, como a la samaritana, en medio del tedio y la rutina de nuestra vida insatisfecha, cuando menos lo podíamos esperar, con todo el descaro y la insolencia de una conversación incisiva y desconcertante, sin objetivo aparente, pero que nos lleva a descender a lo profundo de nosotros mismos para palpar allí, sin disimulos ni testigos, sin falsedad y sin miedo, nuestros errores y nuestro descontento íntimo, consecuencia de nuestra dejadez, de nuestras decepciones y pasividad, nuestros fracasos y desconsuelo al haber pretendido buscar en fuentes de aguas amargas y falsas promesas, dejándonos llevar por vanidades   y codicia, por lo superficial y lo engañoso…

Sí; no se trata tan sólo de que nos encuentre. Es que Jesús mismo nos sale al paso, no puede dejarnos pasar de largo sin provocarnos, precisamente porque no formamos parte de esa multitud que lo busca en el tumulto y que lo sigue, que lo tiene próximo y que ve sus signos… y su provocación es tan incisiva y de tal índole que no deja indiferente nunca; y la curiosidad (y tal vez un primer impulso de rechazo) que despierta en nosotros su descarada y desconcertante demanda, tan insólita como inesperada, se convierte en estímulo y excitación de una fibra profunda que vibra al compás de sus palabras desafiantes y va convirtiéndose en melodía interpelante y cautivadora, porque nos va despertando y va enfrentándonos a nuestra propia persona.

Y cuando el propio Jesús nos sale al paso, hay un primer momento de desconcierto y de sorpresa, porque siempre nos pilla ensimismados, en nuestras cosas y desprevenidos; por eso reaccionamos entre dudas e ironía, no acabamos de entender porque no parece estar en nuestro terreno, ni nosotros en el suyo, nos habla del agua que calma por completo nuestra sed y eso nos llena de sospechas e inquietudes: “¿por qué me pides de beber?”, “¿qué pretendes de mí?”, “¿acaso estás tonteando conmigo?”, “¿o quieres tomare el pelo?”… “¿tengo que desconfiar completamente, o tomarte a broma?”…  el discurso chocante de Jesús parece totalmente disparatado e incoherente; pero al final logra captar nuestra atención, porque llega a interpelarnos despertando ya preocupación más que recelo cuando personaliza tanto su llamada concreta y exclusiva a nuestra persona, su interés por quiénes somos y por qué nos provoca, que adivinamos algo nuevo, peculiar y desconocido, pero presentido y ansiado: la necesidad de transparencia, de sinceridad y verdad en nuestra vida, de luz y de alegría, que se nos escapa porque no llegamos a nosotros mismos y caminamos en la penumbra y a la sombra de nuestras miserias… y entonces comenzamos a despertarnos, a inquietarnos, y a decidirnos a confesar nuestra decepción, nuestra tristeza y nuestros fracasos:  “…veo que eres un profeta…”, “…¿dónde hemos de adorar?…”, “… confío en que llegue un día el Mesías y entonces nos lo explique todo…”  En otras palabras: la pasividad y la confusión, la dejadez, la ignorancia y el desánimo lastran mi vida de modo irremediable, y también insoportable, ¿qué hacer?… ya llegarán otros días más felices, me conformo con sobrevivir…

En definitiva, la irrupción provocadora de Jesucristo en nuestra vida nos enfrenta con nosotros mismos otorgándonos lucidez, sinceridad y valor para reconocer el tedio en el que nos dejamos consumir y la triste vulgaridad y mediocridad con que nos conformamos, fuente de aguas corrompidas y estancadas, de ansiedad y descontento insuperables…

Pero Jesús no nos ha desafiado y provocado para mostrar su superioridad y dejarnos en la estacada de nuestra vida inmóvil y paralítica; sino para que reconociéndola nos mostremos dispuestos a dejarnos acompañar por Él. Nos ha pedido ayuda con descaro para captar nuestra atención y que nos dejemos salvar por Él, recuperar nuestra persona, rescatar nuestra vida… por eso nuestra “rendición” final a su ofensiva implacable e incansable (¡tanto le interesamos!), es motivo de asombro y reconocimiento, y nos pone en marcha, nos anima por fin y robustece nuestra voluntad enferma contagiándonos entusiasmo y alegría: nos ayuda a liberarnos de prejuicios y temores, ilumina nuestros rincones oscuros y nuestra conciencia, dándonos fuerza para mirarnos cara a cara y enfrentarnos a nosotros mismos, nos devuelve un gozo al que ya renunciábamos y un horizonte del que desistíamos y al que volvemos a encaminarnos ilusionados, y nos convierte con ello en doblemente mensajeros: hemos de compartir nuestra alegría y vivir abiertamente desde ahora sin renunciar a ser nosotros; y, además, no podemos silenciar o disimular, ocultar quién ha desencadenado ese renacer de nuestra persona, dónde está “el provocador” de tal impacto…

El júbilo por “el tesoro escondido” y desenterrado por Jesús, de “la perla encontrada” y regalada con su presencia, nos convierte, por necesidad, en testigos y mensajeros de su evangelio, pregoneros de su Reino, anunciadores de la Buena Noticia de que es posible liberarnos de nuestra abulia, de nuestra desidia, y escapar de ese callejón sin salida hacia el que nos conduce nuestra debilidad, nuestra timidez, nuestro miedo y nuestra vergüenza por lo que somos, por vernos y descubrirnos tal como realmente somos cuando nos dejamos llevar por nuestras cortas perspectivas, que se conforman con lo que brilla en este mundo, con lo que nos ofrece de modo seductor la sociedad y nuestra propia vanidad; en suma cuando nos contentamos, simplemente, con nuestro afán de suficiencia.

Y cuando a alguien la provocación de Jesús lo levanta y pone en marcha, con el perdón y la paz le hace también foco de alegría y entusiasmo a tal extremo, que es su vida la que habla; y además, con ello se convierte en feliz eslabón de la cadena que permite al eslabón siguiente encontrarse también cara a cara con Él, y formar así una comunidad comprometida, audaz y provocadora como el mismo Dios cuando no puede conformarse con su cielo y se hace barro nuestro, casi lodo y fango, para desde lo más hondo de lo humano mostrarnos descaradamente nuestra propia desnudez (ésa que avergonzaba y hacía ocultarse a Adán y Eva)… pero para con ello regalarnos (como a ellos) su perdón, su sonrisa y un modo de vida completamente inesperado encaminado a un futuro absolutamente imprevisible…

Porque, no lo dudemos, la provocación más grande de nuestra vida, el mayor desafío, nos llega siempre, inesperadamente, de Jesús cuando, como la samaritana, andamos ensimismados, rumiando nuestra insatisfacción mientras vamos a buscar, como todos los días, agua de un pozo que mitigue provisionalmente una sed que no se sacia…

Un comentario

  1. […] Para seguir leyendo:  http://rescatarlautopia.es/2020/03/13/jesus-un-provocador-jn-43-43/ […]

Deja tu comentario