¿ACASO HAY ALGUIEN INOCENTE? (Lc 13, 1-9)
Hoy en día todos tenemos claro que los acontecimientos desafortunados o las situaciones de desgracia o sufrimiento no constituyen un castigo divino ni suponen la culpabilidad y condena de las personas que los padecen. Eso de “¡castigo de Dios!”, aunque todavía lo digamos coloquialmente, no forma parte de nuestro juicio sobre las causas y supuesto “merecimiento” de infortunios o calamidades.
Y es precisamente Jesús, el que entierra definitivamente tal espontánea reacción popular, oponiéndose a un sentir religioso ancestral y arcaico, pero arraigado tanto en la tradición religiosa de su pueblo, Israel, como en la de casi todas las mentalidades religiosas de su tiempo; que consideran los privilegios de este mundo como premio divino y, por el contrario, las desgracias y sufrimiento, como el dictamen de condena y castigo por pecados manifiestos u ocultos, que pondrían al descubierto la maldad de las personas.
En nuestro mundo actual todos nos consideramos en principio buenos ciudadanos y personas “inocentes”, permitiéndonos con ello partir del supuesto de que no nos merecemos que nos ocurra nada “malo”, ninguna desgracia o acontecimiento desafortunado, a pesar de ser también perfectamente conscientes de la precariedad de nuestra vida, y de la selva de rivalidad y codicia en que hemos convertido nuestras “relaciones sociales”, pretendiendo reservar la delicadeza y la compasión, el cariño y la ternura, a un espacio idílico íntimo, completamente privado y exclusivo.
Sin embargo, lo que nos viene a insinuar provocadoramente Jesús, es que tal vez el discurso debería ser el contrario para ajustarnos verdaderamente a la realidad de lo que somos y de cómo vivimos, y decir con toda claridad: “todos somos culpables”. Naturalmente, no de las catástrofes naturales (que, a veces, también), pero sí de la “gobernanza” de este mundo injusto y de la sociedad, que es de lo que nos quejamos con amargura y de lo que siempre nos consideramos inocentes.
Porque de las consecuencias desagradables (tal vez inevitables, al menos en alto grado), de nuestro orden social todos somos responsables en alguna medida, como promotores o como consumidores; porque no son nuestras acciones “de hecho”, sino nuestro modo de vida, el que mantiene ese “sistema” del que protestamos. No sólo lo “padecemos”, sino que lo provocamos y lo perpetuamos.
De ahí, que no debemos detenernos nunca en la búsqueda de culpables, sino más bien poner nuestra atención y nuestro esfuerzo en proponernos un ritmo de vida personal, libre y comprometido, exigente y fecundo, que cree ocasiones y oportunidades de descubrir la verdadera riqueza de la vida, más allá de los moldes sociales en los que estamos forzosamente inmersos. Sin necesidad de renegar de ellos, hemos de contribuir a generar alternativas de “paciencia” generosa y alegre, de acompañamiento delicado y sereno, no dejándonos manipular ni dominar por las prisas, el automatismo, la ignorancia del otro, la rivalidad y competencia, las aspiraciones ambiciosas,… todo aquello que legitima nuestra sociedad, pero que no es, ni mucho menos, un imperativo de vida ni una exigencia necesaria de la convivencia humana, sino la deriva individualista y egoísta a la que la hemos conducido entre todos.
Sin discusión ni duda alguna, nunca ha habido nadie inocente sobre la tierra, todos estamos “contaminados” de la imperfección del barro del que estamos formados. El propio Jesús, carga con la responsabilidad de ser humano, y él, la única persona realmente inocente en su misterio de Dios encarnado, se hace cómplice de nuestra humanidad y, como responsable solidario con nosotros, por esa misma complicidad carga con nuestra culpa y muere ajusticiado como pecador… es decir, el único al que Dios declararía inocente, nosotros lo condenamos como culpable… ¿Hay, pues, alguien inocente?…
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