LO IMPERCEPTIBLE (Jn 2, 1-11)

LO IMPERCEPTIBLE (Jn 2, 1-11)

Al considerar los “milagros” de Jesús estamos acostumbrados a referirnos a lo evidente: su carácter extraordinario y espectacular, que deja maravillados y boquiabiertos a quienes los presencian. No nos paramos a pensar sobre una dimensión no tan llamativa y en apariencia muy poco “provocadora de reflexión, pero que quizás es la que hace a Juan, con una finura y perspicacia singular, llamar a esos hechos significativos “signos”, y no, como el resto de evangelistas “prodigios” o “milagros”.

El evangelio de Juan no quiere tanto resaltar el poder taumatúrgico de Jesús como Hijo de Dios, como resaltar el asombro ante el profundo misterio que envuelve su personalidad divina, manifestado y hecho accesible con su presencia a través de una vida peculiar plagada de momentos ciertamente milagrosos no en cuanto a su espectacularidad, sino a que sobrepasan las expectativas de lo humano, haciéndose índice no de un poder absoluto y portentoso divino sino de ese atisbo y huella de trascendencia ínsito en lo humano.

En esa otra perspectiva joánea a la hora de considerar los hechos “sorprendentes” de Jesús y valorarlos como la acreditación irrebatible del “Hijo de Dios”, resulta altamente significativo y realmente asombroso constatar la imperceptibilidad que con tanta frecuencia los acompaña. Y válganos como ejemplo el episodio de la boda de Caná y la “conversión del agua en vino”.

Porque lo que sorprende en gran parte de los milagros es la poca repercusión que tienen, la indiferencia en que parecen quedar absorbidos, salvo para unos pocos o en algunos momentos puntuales pronto olvidados. Así, el agua convertida en vino no suscita la admiración y el aplauso de casi nadie, y en su ignorancia de lo sucedido no parece que mueva a nadie allí presente a considerar a Jesús como un personaje singular, mucho menos como un enviado de Dios o como el Mesías. El propio san Juan nos lo presenta así: como un mero “signo”, el primero, de la manifestación de la identidad misteriosa de Jesús, que sólo mueve a fortalecer la fe en él de sus discípulos (que ya creían en él, por tanto); diríamos que queda como una huella de Dios difuminada o disuelta en un acontecimiento mundano, el cual, aunque impregnado de esa huella, permanece sin embargo indiferente ante su sentido. Porque cuando no se tiene “sensibilidad” para captar el sentido de la realidad y de la propia vida desde ese fondo inaprensible de lo personal y enigmático que nos proporciona fundamento, nos dota de coherencia y de horizonte, y nos convoca a la esperanza y al futuro, a la dimensión de lo divino, uno sólo percibe una realidad prosaica y chata, árida y sin perspectiva, como el agua: insípida, incolora e inodora…

Y es que para descubrir la presencia de Dios lo más necesario, lo insustituible, no es el suceso portentoso, sino la profundidad de nuestra mirada, la humildad, y la absoluta confianza en él. Desde ahí, si sabemos y queremos verlo, todo en nuestra vida son signos suyos… Y  también, naturalmente, esos que llamamos milagros… A san Juan no le falta razón…

Deja tu comentario