SILENCIAR AL OTRO (Mc 10, 46-52)
Cuando alguien levanta demasiado la voz, nos molesta. Y procuramos silenciarlo. Si nuestro vecino reclama atención a él, mientras nosotros estamos educadamente callados, conformándonos con ser observadores o testigos silenciosos, lo miramos con actitud de desagrado, desaprobando su afán de protagonismo y su llamada “escandalosa”.
Toda persona o circunstancia que nos incomoda, procuramos que pase desapercibida, negándonos a reconocerle “derecho” a molestarnos; o, simplemente, a concederle alguna influencia en nuestra vida, o a que nos suponga un mínimo tiempo de dedicación.
Casi todo lo que no obedece a nuestros planes y no lo hemos previsto y programado nosotros, intentamos siempre reducirlo al silencio, precisamente para que no altere nuestros objetivos o deseos, y no nos lleve a tener que corregir algo de lo que ya hemos decidido sea nuestra actividad y marque nuestro ritmo de vida.
Sin embargo, vivir como personas significa, por encima de todo, poseer la capacidad de recibir de los demás, y de la propia red humana que vamos tejiendo todos en la medida que la compartimos, constantes llamadas y reclamos a que nunca tomemos como definitivos nuestros planes ni pretendamos acallar las voces ajenas que disienten de las nuestras, porque son ellas las que nos abren realmente a la verdad y a la realidad, al enriquecer nuestra visión y ayudarnos a salir de nuestras limitadas perspectivas y circunstancias, siempre provisionales, unidimensionales e inevitablemente condicionadas.
Otras veces, en lugar de silenciar “activamente” a alguien (o de intentarlo positivamente, aunque no lo consigamos), lo que hacemos es emplear la táctica contraria: “hacer oídos sordos”, no escucharlo aunque lo oigamos, simular no haberlo oído… Es tanto como cambiar de acera cuando vemos acercarse a alguien a quien queremos evitar… Procuramos entonces disminuir el volumen o apagar la voz de personas, sucesos, circunstancias o realidades que nos pueden comprometer o que nos hacen pensar, al poner en evidencia los privilegios de que gozamos, a pesar de nuestros lamentos; eludimos los lugares que nos hacen evidente la miseria o el sufrimiento; nos escudamos irresponsablemente en nuestra falta de capacidad efectiva para transformar el mundo; y no nos escandaliza que la justa indignación pública que experimentamos y compartimos por una víctima de nuestro entorno, no la refiramos a los millones de personas que sufren atrozmente en otras latitudes de modo silencioso.
Directa o indirectamente, gran parte de nuestra responsabilidad en la injusticia a todos los niveles y en todas las esferas está en el silencio cómplice e interesado que acalla conciencias y disimula la insolidaridad y las inconsecuencias. En no levantar la voz y en silenciar a quien la alza.
Pero hemos de saber, que aquel que grita porque sufre, aquel al que, como decía el poeta, “solamente le queda la palabra”, va a seguir levantando su voz como denuncia tanto de su postración, como de nuestra indiferencia. Y que esa voz la quiere oír, la atiende y la hace suya el propio Dios, haciendo que resuene y la oigan todos para, seguidamente, atenderla y transformarla en grito jubiloso, en altavoz de alegría desbordante, precisamente porque se convierte en ocasión de seguimiento, de conciencia de lo que somos y de la necesidad de oír al otro, de no caer nunca en la tentación de pretender y reclamar un sospechoso y tranquilizador silencio…
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