MIEDO A PREGUNTAR (Mc 9, 30-37)
Si pretendemos una vida satisfecha y “controlada”, con pocos problemas y autocomplacencia; entonces, lo más “prudente” respecto a Dios es no preguntar… Porque, si lo hacemos, de su respuesta puede surgir la necesidad de asumir un compromiso ineludible…, o puede proponernos un desafío de tal envergadura, que nos resulte insoportable y nos lleve a vernos obligado a crucificarlo…
Cuando intuimos que exponer nuestras dudas o incomprensiones ante el modelo de vida que nos propone Jesús, y la radicalidad que conlleva tendrá consecuencias ( porque, si somos fieles y sinceros, sabemos que nos supondrá un verdadero cambio en nuestra lista de prioridades y objetivos, en la distribución de nuestro tiempo, y en la planificación de calendario y objetivos); procuramos enmudecer y acallar nuestra conciencia, limitándonos a exigirnos cumplimientos externos, actitudes piadosas, comportamientos adquiridos, etc.; pero siempre de modo que no alteren el ritmo de nuestra vida, que consideramos (falsamente) nos viene impuesto y “es inevitable”.
Por eso nos conformamos con un catecismo de principiantes, una práctica rutinaria, y un sinfín de motivos, razones, justificaciones y actitud victimista, que –nos atrevemos a decir- nos impiden comprometernos más radicalmente, profundizar verdaderamente en los interrogantes de nuestra fe, y sentirnos y sabernos interpelados a una militancia audaz, exigente, de compromiso y de renuncia. No es raro que un teólogo consultor, al que los responsables pastorales encargaron un informe sobre la realidad de su diócesis, tras tomar el pulso a las diversas parroquias y grupos “activos” de ella, se atreviera a decir con tristeza que lamentablemente, precisamente al tratar a las personas “activas” y que incluso presumían de “comprometidas” y de hacer un gran esfuerzo, se había percatado de que “en nuestra iglesia no hay cristianos”…
La Iglesia está llena de bienintencionadas personas que creen en Dios; pero hay muy pocos verdaderos seguidores de Jesucristo: es raro identificar verdadera humildad, renuncia gozosa, alegría fraterna (más allá de efluvios sentimentaloides), afán de entrega y de compartir, confianza absoluta, perdón incondicional,… en resumen: vida “a lo Jesús”…
Y abunda, en cambio hasta la saciedad las quejas y lamentos, el victimismo y la condena del otro o de la sociedad, la preocupación por uno mismo, la nula disponibilidad a renunciar a “mis derechos”, la oración interesada, la “doble vida”: civil y religiosa,… todo lo criticado, desautorizado y puesto en cuestión por el propio Jesús hace ya dos mil años…
La tibieza de nuestra fe tiene mucho que ver con nuestro miedo a preguntar a Jesús, con nuestro conformismo y oídos sordos para no dejarnos afectar por los interrogantes profundos del misterio de Dios. Y eso es lo que pretende Jesús: confrontarnos al verdadero misterio de Dios para así descubrir el otro misterio: el de nuestra propia vida y su horizonte.
Para corroborar esa tibieza nuestra, que se resuelve en cobardía y en reparos (siempre “justificados”) a la necesidad de orientar de otra manera nuestra vida, en lugar de acomodarla a nuestras insulsas “obligaciones religiosas”, dotándola de otras prioridades, que sean realmente de “militancia cristiana”, y coherentes con el desafío que descubrimos siempre en las palabras de Jesús (y por ello nos negamos a preguntar: para no vernos en la tesitura del “joven rico”, diciéndole que no, y descubriendo así nuestra incoherencia, nuestra inconsecuencia y nuestra inconsistencia); no sólo “no nos atrevemos a preguntar”, para podernos excusar cínicamente con un “no me lo había dicho”…, sino que de una forma todavía más insolente, falsa y descarada, además nos negamos a responder cuando es el propio Jesús quien nos pregunta a nosotros: “¿de qué hablabais por el camino?”…
Ya la evidencia no puede ser mayor: en nuestro caminar por la vida hablamos de logros y proyectos por ser los primeros, por conseguir el triunfo, que siempre supone aceptar una sociedad y un comportamiento de rivalidades y ambiciones, y no de disponibilidad y servicio, de primar al prójimo en nuestro proyecto vital, de buscar prioritariamente espacios y ocasiones de convivencia fraterna, de compromiso desinteresado y de entrega y ayuda al débil y necesitado, al desgraciado o excluido.
En definitiva, sólo hay algo que pueda realmente salvarnos: decidirse a escuchar las advertencias del propio Jesús (él sí que responde siempre, incluso a nuestras preguntas no formuladas…), y someterle confiada y sinceramente todas nuestras dudas… Pero con una sola intención, y ésa sí que es ineludible: para hacer caso a sus palabras…
Por eso ni hay que tener miedo a preguntar a Jesús, confesando así nuestra torpeza; ni tampoco a responder a sus preguntas, aunque con ello pongamos en evidencia lo raquítico y falso de nuestro seguimiento…
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