INCORPORADOS A LA DIVINIDAD (Mc 14, 22-26)

INCORPORADOS A LA DIVINIDAD (Mc 14, 22-26)

        La fe cristiana, hay que decirlo hasta la saciedad, no es una cuestión de conocimiento de Dios, sino de experiencia del misterio divino. Su punto de referencia culminante e identificativo lo da Jesús, cuya persona se nos convierte en absolutamente imprescindible para acceder a lo más radical de nuestra propia identidad, y al sentido y horizonte de nuestra vida y de la entera realidad; y que, por ello, nos atrevemos a calificar como “único Mediador Universal de salvación”. En todo lo demás podemos suscribir cualquier creencia, opinión, costumbre o religión siempre que no entre en contradicción con ese rasgo especifico, ni de ella puedan extraerse incoherencias al respecto.

        Hablar de la imprescindible mediación de Jesús, es tanto como afirmar que por medio de él la humanidad, nosotros mismos, cada uno en particular y la comunidad humana como colectivo, nos incorporamos a Dios, que él es el cauce definitivo e insuperable de nuestra “divinización”.

        Hacernos “cuerpo de Dios” (o del Cristo), hacerse Dios cuerpo físico en nosotros, forma parte de la experiencia radical cristiana, del sentido de pertenencia a su Iglesia, vinculada a su propia persona; y nos conduce a los interrogantes decisivos de nuestra vida. Y, ciertamente, no para resolverlos u otorgarles “explicación lógica y demostrable”, sino para afrontarlos con lucidez, coherencia, y perspectiva de futuro y de esperanza. La propia experiencia inefable de ese nuestro “encarnar a Dios” al ser “hijos en el Hijo”, hermanos en Cristo, de su misma cualidad divina (o, lo que es lo mismo, él de la nuestra humana…), es para nosotros, como cristianos, un misterio, y sólo podemos afrontarlo como la indemostrable, pero definitiva, coherencia de la vida humana, más allá de lo material, de lo sensible. De ahí que la metáfora de hablar de “resurrección de la carne” también quede velada, más que elucidada, en tal misterio; pero que nos sintamos llamados a reconocerla, sin necesidad de elucubrar sobre el cómo y cuándo de su realización.

        Formando parte todo ello de la experiencia de fe cristiana, hablar de “sacramento eucarístico”, o del “cuerpo de Cristo”, al consagrar el pan ofrecido según el memorial-tradición de la Iglesia, significa la concreción espacio-temporal y material del trasfondo divino en el que se desenvuelve nuestra vida creyente hecho realmente presente para convertirnos también real y materialmente en “portadores de Dios”, actualizando y sellando nuestra voluntad no sólo creyente, sino experiencial y vivencial del seguimiento, unidad, y unión con él, de compartir vida e in-corporarnos fraternalmente al único Cristo universal, a Dios que se hace cuerpo humano en él, y, a través de él en nosotros.

        En realidad, celebrar la fiesta del Corpus Christi, dejando aparte la rica escenificación tradicional desde hace siglos, los excesos y derroche, que en tantos lugares han consolidado una tradición y un arte, que se mantiene, y hoy en día se mueve primordialmente en el ámbito de lo estético y lo folclórico (la llamada “religiosidad popular” se confunde demasiado con el “folclore religioso”); significa el simple pero solemne reconocimiento, hecho con toda la seriedad, profundidad y responsabilidad (es decir, con una implicación vital, inherente a la fe cristiana desde su raíz en la persona de Jesús), de esa conciencia y experiencia del misterio divino, que implica presencia real de Dios en nuestra vida y en nuestro mundo no apelando a la posibilidad de milagros, sino a la fidelidad a su evangelio-propuesta, que se personificó en Jesús, el Cristo, y por medio de él nos in-corporó al misterio divino; en otras palabras: a nuestro futuro definitivo, a la esperanza en las promesas.

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