A PROPÓSITO DE LA ASCENSIÓN  (Mc 16, 15-20)

A PROPÓSITO DE LA ASCENSIÓN  (Mc 16, 15-20)

No importa demasiado que la leyenda sea incongruente e inaceptable, por poco que se analice con un mínimo de capacidad crítica y de sensatez. La Ascensión de Jesús “al cielo”, nos transmite, en ese lenguaje de imaginación y fantasía, que tanto nos atrae y nos llega a seducir, y que se nos hace inevitable aplicar a la realidad y a la vida, aún con plena conciencia de su “falsedad”; algo definitivo e imprescindible para que nuestra fe sea adecuada y coherente con el evangelio de Jesús y con la verdad del mismo Dios que la provoca y la sustenta: morir es nacer, dejar definitivamente la provisionalidad y los límites conocidos, abrir otro horizonte y ser impulsados hacia él, un horizonte cuyo símil más próximo para nosotros es el de la infinitud del universo en expansión, explicación científica, y tal vez autosatisfactoria,  pero no menos interrogativa, desafiante, apasionante y misteriosa, que el humilde y sincero reconocimiento de nuestra incapacidad para abarcarlo y comprenderlo todo.

La Ascensión marca el hacia dónde del interrogante en que consiste nuestra vida, y que al comprobar en Jesús la verdad de la resurrección, nos sumía en el desconcierto de esa misma resurrección, de la alegría por haber vencido la muerte. Es la respuesta a la pregunta del escéptico: “¿Para qué Dios nos va a resucitar?”, ¿tiene sentido?.

“Subir Jesús al cielo” significa que sí, tiene sentido. Tiene sentido porque es traspasar las fronteras y acceder al infinito de Dios, a la trascendencia. Y tiene sentido, justamente, porque condensa el interrogante y su respuesta; es decir, nos sitúa ante el interrogante decisivo, el final, aquél por el y para el que vivimos: el de la muerte… el del más allá de la muerte…

Y, a propósito de todo esto no puedo dejar de insistir una vez más en lo que sigue:

Aunque nuestra consideración de la realidad de la naturaleza ya no sea estratiforme, con un plano superior celeste divino, una tierra plana nuestra, a la que se asoma Dios desde su altura, y un infierno o submundo tenebroso y fúnebre reducto de demonios y tinieblas; seguimos hablando espontáneamente del “cielo”, así como, también inapropiadamente, de “alma” y cuerpo como dualismo; y de “purgatorio” e indulgencias en términos temporales inadecuados; o de “premio y castigo eternos” como sentencias divinas acreditadas…

Revalorizar todo ese lenguaje teológico-catequético que lastra la genuina y transparente aventura de la fe cristiana, sustrayéndola y liberándola de una inercia que todavía la condiciona y conduce a trayectorias erráticas, es quizás una de las tareas más importantes y prometedoras para recuperar la lozanía original del evangelio, aunque la definitiva y audaz apertura de hacerlo parece seguir secuestrada por oscurantismos litúrgicos, por dinámicas sectarias improcedentes y por teologías reconducidas a criterios de lo religioso y lo sagrado que contradicen abiertamente, o de modo más sutil y solapado, la revolución y el escándalo que supondrá siempre el evangelio de Jesús, ése que le costó la vida por no someterse a chantajes espirituales, a dogmatismos, ni a dedicarse a construir un búnker de autosatisfechos, que, cogidos emocionadamente de la mano entonaran cantos melifluos alternados con arengas endogámicas, muy satisfechos por ser del grupo de “los privilegiados”.

Si para los discípulos eso pudo ser una tentación, quedó definitivamente despejada, precisamente porque la “Ascensión” no explica nada en sí misma, sino que confirma la pretensión y el evangelio de Jesús y aboca a Pentecostés…

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