ATRACCIÓN IRRESISTIBLE  (Mc 1, 29-39)

ATRACCIÓN IRRESISTIBLE  (Mc 1, 29-39)

Es tal el influjo y el “poder” de Jesús, que su presencia además de no poder pasar desapercibida, se nos hace imprescindible. Lo necesitamos cerca, queremos ser testigos de que es real esa persona que nos invita a otro mundo, a otra vida.

Y, por su parte, para Jesús también es imprescindible el hacérsenos presente, el buscarnos incansablemente, provocarnos al despliegue definitivo de nuestra vida, liberándonos de negatividades y miserias.

Porque la liberación proporcionada por él va más allá del milagro, y se dirige fundamentalmente a las raíces de nuestra personalidad, esclavizada inconscientemente por tantos sometimientos e hipotecas que aceptamos resignadamente como imposibles de eliminar y creemos incuestionables: ¿acaso es cierto que no se puede vivir sin aspiraciones de dominio y de poder?, ¿sin desconfianza ni rivalidad? ¿Acaso la violencia y la guerra, la enemistad y la discordia no son siempre evitables?, ¿es una utopía hablar de la paz y la fraternidad como horizonte de lo humano?, ¿hay que conformarse con que el amor y la bondad, cuando se dan, tenga que reducirse y limitarse a las personas íntimas y cercanas?… Ésos son los interrogantes que él suscita y no podemos silenciar. Y a los que él responde…

Jesús nunca anda agobiado ni angustiado, con prisas e impaciencia; pero considera su misión de anuncio del evangelio como urgente y necesaria: “para eso he venido”. Y eso nos ilustra y anima para saber cuál es la nuestra como discípulos suyos sin sentirnos nunca pesimistas o catastrofistas; tampoco con voluntarismos pretenciosos, u obsesiones y escrúpulos de conciencia, deseando imperiosamente una cristiandad universal

Las únicas características que nos transmite el obrar de Jesús, y en las que se implica forzosamente su discípulo porque constituyen el sello de identidad de su Maestro, son ésas de la necesidad del anuncio y de la urgencia, lo inaplazable del mismo. Sin dramatismos, pero sin pretextos ni dilaciones. Hemos de ser fieles a Jesús no en nuestro futuro sino en nuestro presente; no como proyecto sino como realidad; no en el deseo sino en la vida concreta. Y esa actitud, la del ejercicio de nuestra fe, no puede ser una cosa distinta a nuestra actitud vital, nuestra comprensión de la realidad y de la vida, nuestra forma cotidiana de vivir.

Hay quien se considera “cristiano no practicante”, lo cual es en última instancia una necedad manifiesta o una especie de “ignorancia culpable”; desde luego, casi siempre se trata de una justificación tan pueril e insustancial, tan pasiva y perezosa, que no soporta argumentos serios y elude cualquier diálogo al respecto. Pero hay también una incomprensión de base, una especie de falacia subyacente en quien simplemente se defina como “cristiano practicante”, porque el seguidor de Jesús unido a él como discípulo, miembro de su comunidad de seguidores, ligado a él por el Espíritu Santo recibido, incorporado a esa comunión que es su iglesia, no es alguien que por un lado cree, y por otro, además, practica lo que cree; sino alguien que vive desde Jesús, al modo propuesto por él, más aún: que no sabe ni quiere vivir de otra manera y, en consecuencia, no es capaz de disociar su persona y su vida en “creer y obrar”, pues vive y actúa movido e impulsado por “esa fuerza del Espíritu, que sale de él”, dejándose llevar por su necesidad y urgencia, tan lejanas de los agobios y las prisas y presiones de nuestra actividad normal.

Resulta evidente que es precisamente ese modo de vivir y entender la vida Jesús, y esa urgencia y necesidad de proponérnoslo a nosotros, lo que le dota de un impulso poderoso y una capacidad de atracción irreprimible e irresistible. No sólo la humanidad en su tibieza, su gregarismo y su carácter acomodaticio, necesita el revulsivo y el destello de una alternativa a su pragmatismo pusilánime y cobarde, para proponer desafíos que no teman a la renuncia en beneficio de la igualdad, la solidaridad y el cuidado de los más débiles y vulnerables; es que toda persona honrada, cada uno de nosotros, experimentamos la insatisfacción con lo simplemente ofrecido por nuestra sociedad como progreso, desarrollo, y dominio y control de la vida y las personas. Por eso cuando experimentamos la presencia de Jesús, su paso por nuestra vida y su convocatoria para incorporarnos a él y a su alternativa, ya no podemos sustraernos a su influjo, porque hace vibrar nuestra fibra más profunda y sensible, dando vigor y fuerza al panorama que nos parecía imposible: el de un mundo fraterno, una verdadera comunión universal, un caminar juntos hacia la misma meta, “un cielo nuevo y una tierra nueva” que incorpora lo humano a lo divino y nos otorga ilusión, confianza y esperanza.

La atracción, sin ninguna duda, es irresistible…

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