ESTAR ATENTOS  (Mc 13, 33-37)

ESTAR ATENTOS   (Mc 13, 33-37)

“Estar atentos” ha de formar parte, nos dice Jesús, de las actitudes fundamentales de nuestra vida. Y vivir atentamente no significa estar pendiente de cualquier logro o progreso, ese “estar al día” que intentamos, para que no se nos escape ninguna oportunidad u ocasión de mejorar nuestro nivel,  o de dotarnos de los legítimas y costosos medios o herramientas, frutos del progreso y tendentes a dominar esta realidad material nuestra al objeto de hacer la vida más cómoda y más digna. Es algo mucho más serio.

La llamada de Jesús a estar alerta es siempre una llamada a la esperanza. Nunca quiere él provocar temor, ansiedad, angustia o incertidumbre; sino todo lo contrario: lo que busca siempre es afirmar y fortalecer nuestra actitud de confianza, de saber que no andamos errados cuando decidimos abrirnos a su evangelio e incorporarnos a su comunión de discípulos, a su iglesia, a la avanzadilla provisional de ese Reino suyo, hecho presente con su propia persona.

La espera del Adviento es esperanza, porque está colmada de certezas. ¿La fundamental y núcleo de todas?: la de la venida de Dios a nuestro mundo, la de su encarnación y su presencia directa, sin intermediarios. Se ha hecho de nosotros. Es tan hombre como nosotros; nosotros somos tan hombres como él… aunque su persona sea divina…  Es la incontestable certeza del nacimiento de un niño…

Velar, pues, para Jesús significa tomar nota de esa certeza primordial y transformadora, para desde ella estar atentos a nosotros mismos y al mundo… Y atentos también a Dios, porque forma parte de nuestra realidad y hemos de ser capaces de identificar su presencia, de agradecer su compañía, de observar sus pasos y escuchar sus palabras…

Velar significa ser conscientes de la vida, asumir las responsabilidades del discípulo sin reticencias ni pereza, y no caer jamás en la negligencia o el olvido, ni en la pasividad inoperante o el miedo paralizante. Velar es, simplemente, vivir desde la profundidad de nuestro ser persona sin rehuir las consecuencias de lo que supone el que haya nacido Jesús, el Hijo de Dios; y con ello, imperceptible pero decisiva e irrevocablemente, haya cambiado por completo el horizonte de la historia y nos haya abierto los ojos al futuro, a un porvenir eterno indescriptible, anunciado desde el origen por medio de profecías y promesas, y que, permaneciendo para nosotros en la sombre del misterio, adivinamos, sin embargo, clarividentemente, es el único horizonte de plenitud incontestable.

La vigilancia es la fidelidad a la promesa de nuestro bautismo y la responsabilidad asumida de actualizar el Reino. Es el correlato de la lucidez y la prudencia exigibles al discípulo; la ineludible consecuencia y el forzoso acompañante de nuestro compromiso por Cristo. Es inconformismo con nuestra tibieza y superficialidad, y acicate en la aventura de la vida. Es reclamo de coherencia y actitud de total disponibilidad y apertura.

Vigilar es poder dormir con la puerta abierta, y estar tan atento al prójimo –presencia segura de Dios, su sacramento-, que no se nos escapa ninguna ocasión de acompañarlo, tal como descubrimos a Dios en cualquier circunstancia y momento de nuestra propia vida.

Vigilar es, en definitiva, imitar al mismo Dios, aprender de Jesús, dejarse llenar del Espíritu Santo con sus dones; desplazar nuestra mirada y nuestro objetivo del yo de mi persona al tú del prójimo; y hacerlo de forma libre, voluntaria y consciente, comprometida, “conjurados por el Reino de Dios”, sabiéndonos depositarios de un encargo y una herencia que hemos de asumir decididamente y hacer nuestra.

Hay, pues, que estar atentos: la vida no puede “escapársenos de las manos”, sino que la hemos de hacer nuestra con lucidez y con coraje, con la fuerza de Dios, la del propio Jesús incluso en la cruz…

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