AGRADECER LA PEQUEÑEZ   (Mt 11. 25-30)

AGRADECER LA PEQUEÑEZ   (Mt 11. 25-30)

No se trata sólo de constatar que Dios también se hace presente en los humildes, ni de que la opción preferencial por los pobres sea manifiesta en Jesús, porque la omnipotencia divina que siempre entendemos en términos de poder para “hacer lo que uno quiere” sin limitaciones ni restricciones de ningún tipo, sea en realidad (misterio de Dios…) la del amor infinito e ilimitado, que por eso es creador (no se conforma consigo mismo ni se basta a sí mismo), y salvador (nunca se da por vencido para ofrecer su oportunidad al pecador, sino que le regala plena y definitivamente su ocasión de dicha eterna, reiterándonos cuantas veces nos haga falta su perdón y su invitación); sino que el propio Jesús rebosa entusiasmado, como Hijo encarnado, de gratitud y de alegría.

Saber dónde se sitúa la grandeza de Dios, su “ser Dios”, conduce ante todo al asombro y al agradecimiento, con una expresión espontánea de júbilo incontenible, de necesidad de decirlo, porque nos provoca un gozo y una dicha desbordantes al asomarnos y contemplar desde ahí nuestro propio futuro eterno. La humildad y la sencillez, son la garantía de lo infinito.

La vivencia profunda de la gratitud, de que Dios nos hace agraciados, llenos de su Espíritu Santo, está en las antípodas de una actitud  temerosa y servil. Y tampoco pretende, en absoluto, minusvalorar la propia persona o adoptar un aire apesadumbrado y angustioso al constatar nuestra pequeñez al lado de la grandeza de Dios; sino que, por el contrario, conduce a ese júbilo espontáneo precisamente al apercibirnos de que siendo tan insignificantes y tan frágiles, tan débiles; estamos dotados, sin embargo, de tal fuerza interior, de un impulso tan poderoso y tan ajeno a esa inconsistencia e incompetencia que descubrimos en nuestras obras y deseos, siempre perfectibles y perecederos, que no alcanzamos a comprender cómo somos realmente capaces de la dicha infinita e indefinible que nos otorga el poder ejercer la bondad, llegar a ser “instrumentos del Bien” (en lugar de “colaboradores del Mal), lo cual nos abre un mundo distinto, dándonos acceso al misterio, a “lo que está oculto a los ojos”, y que experimentamos jubilosos como la dimensión imprescindible y generadora de auténtica vida. Se nos da acceso, por pura gracia, a lo divino, sin dejar de ser quienes somos, con nuestra personalidad tan modesta y tan llena de incongruencias y lamentos.

El estupor ante la sencillez de lo divino, accesible a la persona humilde porque es experiencia de humanidad y de vida, y no una sutil disquisición teológica o una teoría sofisticada respecto a la realidad y al dominio de sus leyes y procesos, colma de alegría y otorga confianza al hombre, porque nos revela y muestra el verdadero latido del corazón de Dios, su auténtica esencia o naturaleza

Por eso el propio Jesús, en su explosión de entusiasmo, nos llama a descansar y reposarnos en él, a entregar nuestra persona, por maltrecha que esté, a sus cuidados… Nuestra confianza en él ha de ser absoluta, total e ilusionada, porque no sólo derrama bálsamo en nuestras heridas, enjuga nuestras lágrimas y nos prodiga sus caricias regeneradoras; sino que reviste nuestra persona y nuestro futuro de auténtico entusiasmo, de carácter de aventura apasionante, de promesa esperada ahora cumplida, y de clara evidencia de que Dios nos hace posible lo que ni tan siquiera habíamos soñado…

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