¿UNA DUDA IMPRESCINDIBLE? (Jn 20, 19-31)
La duda de Tomás es la de todos nosotros. El error de Tomás es el de todos nosotros. Y la buena voluntad de Tomás debe ser la de todos nosotros. Él personaliza las dudas de todos los discípulos de Jesús, incluidos nosotros, para captar el sentido tan pleno, tan profundo, y tan inesperadamente renovador de nuestra existencia, que nos sitúa en perspectiva de resurrección, de vida eterna, de incorporación ya en nuestra vida, aquí y ahora, al misterio de Dios, dejándonos llevar del impulso eficaz de su Espíritu “dador de vida”, fruto de la Pascua del Maestro.
Porque creer verdaderamente en la resurrección de Jesús, afirmar decididamente nuestra confianza en Él, tras pasar forzosamente por la duda (irreprimible porque refleja nuestro asombro ante lo inconcebible, aunque sea lo más deseado), significa tal revolución en nuestro modo de enfrentarnos a la realidad, que no puede dejarnos indiferentes; y nos reclama un cambio arriesgado, un desafío apasionante, al que nadie se puede resistir.
En realidad, Tomás no duda de Jesús, sino del testimonio de sus propagandistas… O, siendo más precisos, podríamos decir que la duda se presenta provocadora, en él como en todos sus seguidores, en el momento de su muerte, surgiendo como un interrogante “existencial”, al que solamente el mismo Jesús crucificado podría y podrá responder.
Y es así el propio Jesús, cuyo cadáver han presenciado y era bien patente, quien anuncia su resurrección con su irrupción de nuevo como el Maestro ahora eternamente viviente. Y cuando la respuesta al interrogante y a la duda es de tal envergadura, ello implica y exige ineludiblemente una transformación completa de la existencia: otra vida se ha inaugurado para nosotros, ¿cómo vamos a seguir viviendo del mismo modo que si no nos hubiera salido al paso el resucitado, después de haberlo visto “crucificado, muerto y sepultado”?. Por eso, si alguien, después de las inevitables dudas, ante el cuestionamiento que supone la cruz, poniendo en crisis nuestro anhelo de Dios a través de Jesús, recibe inesperadamente la visita del propio Jesús vivo, confirmando así sus deseos y respondiendo con la luz pascual definitiva y plenamente al interrogante más profundo de la vida y de la muerte; entonces, no puede quedar impasible ni seguir encerrado en sí mismo o refugiado en su círculo de iluminados, sino que su vida estalla en esa misma nueva luz de resurrección y de vida hecha accesible por el Espíritu Santo, ese mismo Espíritu de Dios que animaba la vida del Jesús terreno dotándolo de su peculiaridad “sobrehumana” inimitable, y otorgándole su identidad de libertad suprema y de autoridad, de “poder” y de amor insuperables. Y ese estallido de plenitud divina en nuestra propia persona y vida a través del encuentro con Jesús resucitado, es incompatible con el conformismo y con el derrotismo; pero también con el encierro en el grupo sectario; con la simple exhibición de un dato más en nuestro Credo; con la consideración egolátrica de ser en exclusiva “los privilegiados de Dios”, tiñendo ese egocentrismo de un tono de agradecimiento y de indignidad que no anulan un sentido de superioridad y de considerarse “preferidos”, con una mirada si no del todo despectiva (que también), sí desdeñosa y “compasiva” al resto de creyentes “que no son de los nuestros”…
El realmente agraciado por Dios, consciente (y dócil a ello) de lo que la presencia de Jesús resucitado pretende de él, al hacérsele compañero de camino y convertirlo en testigo, transforma de tal modo su modo de vivir y las expectativas de su persona, que queda visiblemente transfigurado, al modo suyo, y no necesita “dar la noticia”, sino que la transmite involuntariamente con su vida y su alegría, de modo que provoca la pregunta de un Tomás ausente y sorprendido en ese caso por el cambio y el entusiasmo de quienes estaban, como él, confusos y decepcionados. Si no es así; si lo único que supone la aparición de Jesús resucitado es convertirme en periodista para transmitir una primicia informativa, de nada me sirve haberla presenciado “en directo”… y si lo único que sé hacer es “presumir de saberla”, entonces lo que hago es ahogarla en el pozo de mi vanidad y sofocar el anuncio divino en la vulgar palabrería de mi existencia avara, convirtiéndola en lo opuesto de su ser: en excusa y pretexto para afirmarme a mí mismo eludiendo a Dios…
Como Tomás y los demás discípulos, no temamos dudar; pero, como él, rebosemos de gozo al ser corregidos por Jesús, e imitémosle en todo, sin encerrarnos en nuestros conventículos ni mirar altivamente a ninguno de nuestros prójimos…
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