EXPECTATIVAS (Mt 4, 12-23)
Cuando uno está dispuesto y decidido a “dejarlo todo” por algo o por alguien, es porque tiene unas expectativas que relativizan por completo su vida y sus logros anteriores; más aún, el proyecto, y el programa para cumplirlo, que había puesto en marcha como sentido y horizonte de su vida (sea porque así lo había podido disponer y decidir libremente; sea porque las circunstancias no le permitían optar por otro) dejan de tener validez como expresión de lo decisivo e irrenunciable de la propia persona, porque se ha hecho posible y real un modo de afrontar la realidad y la propia existencia, tal vez nunca anteriormente sospechado, que uno percibe conduce a la verdadera y propia identidad personal y al futuro que anhela como plenitud y como deseo irrenunciable, y que hasta entonces le había resultado persistentemente fracasado o puesto en duda.
Es casi seguro que las expectativas de los primeros apóstoles, llamados por Jesús al seguimiento, serían bien “normales”, y que se situaban en el terreno de “este mundo”, aunque hubiera probablemente implícito en ellas el deseo de que fuera un mundo regido por Dios a través de su Mesías, de la propia persona de Jesús. Y, sin embargo, su decisión de seguimiento acabó conduciéndolos a lo completamente inesperado e imprevisible; sus expectativas fueron transformadas.
Hay respuestas y decisiones, como hay encuentros con personas, cuyas consecuencias nos exceden, y nos sitúan “en otro mundo”, alterando por completo no ya los resultados previstos o esperados, sino la misma trama de nuestra existencia y de nuestras convicciones y planteamientos más íntimos y “definitivos”; porque nos descubren algo nuevo, oculto hasta entonces, pero dotado de una mayor coherencia y realidad con lo que estaba sólo presentido, o con lo que era considerado como un anhelo deseable pero imposible (dada la limitación inevitable de nuestra naturaleza humana)… y que a veces incluso considerábamos como una “maldición” de nuestra condición de criaturas, como un inconformismo inútil…
El mensaje “objetivo” de Jesús, su llamada al Reino, genera expectativas, que más tarde, al contemplar la historia de su vida y los reales términos de su evangelio se revelarán como engañosas e inadecuadas; pero su llamada personal al seguimiento, si se acepta con ese aura de asombro y de misterio que lo envuelve, acaba por corregir, sanar, y trascender esas expectativas, convirtiéndolas de humanas en divinas; es decir, haciendo posible que releguemos al olvido nuestro sueño de que Dios cumpla nuestros planes, y haciéndonos capaces de sumergirnos realmente en “el plan de Dios” para nosotros…
Aceptar el seguimiento y responder con un “sí” a la llamada de Jesús significar declararse “por él”; pero ese seguimiento sólo se transforma en verdadera fe en Él cuando rompe y anula nuestras primeras expectativas (aunque fueran espontáneamente generosas y realmente “comprometidas”) y nos conduce a descubrir un camino de exigencias, de esfuerzo y de renuncia, guiado y sostenido por el propio Espíritu divino que nos penetra.
Porque tener fe no es un simple asentimiento, sino un arriesgado compromiso, que obligatoriamente exige, sin excusas, esfuerzo y renuncia, osadía y disponibilidad. La fe en Jesús no concede “tranquilidad” y “pasividad” a nuestra vida liberándola del riesgo de decidir, sino que supone una ineludible exigencia de profundización permanente y militancia, una constante actualización creativa del servicio y la entrega, de la confianza y el amor a Dios, de la misma proexistencia de Jesús, sólo posible desde su teocentrismo. “Tener fe” en Jesús y seguirle no es otorgar a nuestra persona conformismo, convirtiéndonos en simples cumplidores de órdenes y normas; sino, por el contrario, “complicarnos la vida” al llenarla de sentido salvífico y asumir su encargo de ser portadores de su Espíritu Santo…
La tarea del llamado por Jesús al seguimiento consiste sobre todo en esforzarse por descartar sus propias expectativas previas, y llegar a ser “testigo” suyo, “mediador” (por Él, con Él, y en Él) de salvación, “sacramento” de su presencia en el mundo, profeta de su esperanza hecha presente en su Reino…
O sea, defraudar a muchos, a la mayoría y al sí mismo previo al encuentro con Él, para agradar a Dios…
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