OTRA VIDA (Lc 20, 27-38)

OTRA VIDA (Lc 20, 27-38)

Jesús ya ha entrado en Jerusalén. Allí se va a consumar su vida. Allí se va a consumir su vida por nosotros. Y es desde esa perspectiva definitiva de rebosamiento de amor por todos, de entregarse plenamente al misterio de Dios en el que ha estado sumergida su existencia, desde la que debe responder todavía a nuevas preguntas capciosas, a triquiñuelas y legalismos malintencionados, muestras de la miseria humana y de la mezquindad y terquedad nuestra.

En Israel, tanto el matrimonio como la ley del levirato estaban planteadas desde la perspectiva de la descendencia, de la continuidad del pueblo y de la estirpe; es decir, desde la realidad terrena, ceñida a “las cosas de aquí abajo”. Y además (y esto nos resulta hoy en día, justamente, completamente intolerable y completamente injustificado), desde la cosificación de las personas, y de modo especial y flagrante de las mujeres, de los esclavos, de los niños, considerados como “propiedad” de otro ser humano…

Pero la revelación divina se había empeñado siempre en proclamar proféticamente que la realidad sufrirá una transfiguración, una transformación, tras la muerte y nos adentrará en el misterio de Dios, el de la auténtica dignidad de lo humano: se tratará de otra realidad, en la que son insignificantes esas perspectivas y donde quedarán anuladas y rectificadas todas nuestras mezquindades, nuestros errores y nuestros abusos. Querer juzgar, valorar, o simplemente comprender ese futuro con nuestras insuficiencias, parcialidades e incapacidad de superarnos a nosotros mismos es una completa necedad… es tanto como querer pedir cuentas a Dios… Pero no lo dudemos: habrá un tiempo de cumplimiento en plenitud de las promesas…

Más allá de saber o no dar nombre al misterio divino, lo que se empeña en transmitirnos Jesús es que la llamada de Dios es siempre a la Vida. Pero a la Vida que no puede identificarse con la nuestra, terrena y finita, enfocada en nosotros mismos, egocéntrica, sino a la de Dios y su realidad celeste. Y de ahí que Jesús nos proponga vivir de otra manera para comenzar ya a degustar esa otra vida, la suya, la definitiva, aún en medio de nuestra finitud.

Y de eso no hay ninguna duda. El modo en que se hará realidad en nosotros no lo sabemos, pero no hay duda de que sucederá, por voluntad de Dios. En eso consiste nuestra esperanza, el quicio de nuestra fe, la fuerza que nos mantiene firmes en Dios. La confianza es absoluta, incondicional, porque descubrir verdaderamente a Dios nos lleva a hacerlo algo irrenunciable, aún a costa de nuestra muerte, de la destrucción de nuestro cuerpo. Dios es lo imprescindible porque es la vida. La vida y su misterio.

Y la seguridad dada por Dios, el misterio de la vida, a quien confía en Él, es la que nos da ánimos para ser testigos suyos, constancia en hacer el bien, es decir, en estar de parte de Dios, creando y alentando toda obra buena. Es así como glorificamos a Dios.

Y esa confianza, esa seguridad en Dios, esa percepción de lo irrenunciable, ese entusiasmo por hacerlo presente, nos dará la paz. Paz a nosotros, que viviremos instalados en ella; y paz al mundo, porque seremos instrumentos de ella, sin perturbaciones ni angustias, consintiendo en ser sacrificados para hacer presente la voluntad divina.

Así, pues, quien –como los saduceos- quiera pensar solamente en este mundo, que lo haga. Quedará preso de él, preso en él.

Pero Jesús nos propone confiar en otra vida: la suya, la única que preserva –al transformarla- lo imprescindible de la nuestra: el amor verdadero, la dicha del compartir y de la entrega.

Deja tu comentario