¿PRESUMIR ANTE DIOS?… ¿O RECONOCER LO QUE SOMOS?  (Lc 18, 9-14)

¿PRESUMIR ANTE DIOS?… ¿O RECONOCER LO QUE SOMOS?  (Lc 18, 9-14)

“Volver justificado del templo”, como dice Jesús, significa, simplemente, haber agradado a Dios y, con ello, poder acceder a la salvación. Y para agradar a Dios hemos de desagradarnos profundamente a nosotros mismos, constatando nuestra impotencia y nuestra debilidad, nuestra tibieza y cobardía… El fariseo “satisfecho”, que se pretende “justo”, escrupuloso consigo mismo, autocomplaciente hasta la intolerancia y el desprecio de los demás, se agrada tanto a sí mismo que no necesita el agrado de Dios, el Único que puede justificarlo, regalarle la salvación, nunca merecida.

El publicano, por el contrario, no finge humildad, ni se muestra astutamente sumiso, como proponiéndose una especie de “táctica” aduladora y servil ante Dios, para así sonsacarle algo que pretende pedirle. Se siente inútil y sabe que necesita de Él, pero su oración no es pedir, sino que es su misma forma de vida, su modo de presentarse desnudo ante Dios: sin vestidos solemnes, artificios que disimulan nuestra figura y engañan sobre nuestra persona, ni maquillajes que ocultan o distorsionan la realidad. Es “un pobre siervo inútil, que no acierta a saber hacer lo que tiene que hacer”… Y es consciente de ello y lo confiesa abiertamente, porque se siente perdido, si Dios no le muestra su luz y su misericordia. Cuando se para un instante para gozar y abrir los ojos al Dios cercano, al que le acompaña en su vida desde las instancias más profundas, le anima con su Espíritu Santo para que se encamine al gozo de su misterio, y le pide que se deje acompañar y que camine a su ritmo, que viva desde Él…; al ver tanta bondad, y al verse tan frágil e impotente, tan indigno de ese gozo y esa cercanía, de ese regalo y esa promesa, se asusta de sí mismo y se tiene miedo a sí mismo, no a los demás ni a Dios… y sólo sabe lamentarse confiando en su bondad. Y no es simplemente una oración… es el relato de su vida…

Tanta miseria como hay en nuestra vida hace que ésta no pueda estar nunca a la altura del encargo de Dios, no puede de ningún modo justificarnos; es decir, regalarnos su salvación. Y no es un sentimiento puntual o pasajero, ni el simple arrepentimiento por un pecado concreto; sino la conciencia irreprimible de la propia indignidad y menesterosidad ante Dios, de nuestra real e indisimulable pequeñez e ineptitud: ¿qué estoy haciendo de la semilla divina que hay en mí?… ¿cómo mi corazón es tan opaco que no deja transparentar a Dios, y camino ciego sin seguir su luz?…

Tal como él mismo dice, Jesús no cuenta esta parábola para enseñarnos a orar, sino para alertarnos sobre nuestra forma de vivir. Porque, ciertamente, la oración no consiste en nuestros rezos, sino en nuestra forma de relacionarlos y encontrarnos con Dios desde lo más íntimo y personal de nuestra vida. Y eso profundo e íntimo, justamente por serlo, no es un complemento o un añadido; sino lo que impregna toda nuestra existencia, lo que ilumina nuestro trayecto y marca el itinerario de nuestra aventura, y que se desborda en ese “hablar con Dios” al descubrirlo siempre a nuestro lado como compañía y presencia constante, de la que no podemos prescindir y cuya cercanía sentimos y agradecemos, porque fortalece, impulsa y colma de ilusión y de alegría nuestros días. Por eso la oración del cristiano no es sino el reflejo concreto y puntual de nuestra actitud creyente, de nuestra fe en Dios y nuestra fidelidad al modo de vida que nos propone.

Y por eso, aunque nos parezca insultante y casi una blasfemia (en realidad, ¡lo es!), el fariseo no  puede orar de manera distinta a como lo hace, es incapaz… porque vive de esa manera: desde la autosuficiencia, la intolerancia, el comercio con Dios y el desprecio del prójimo. Se basta a sí mismo. En realidad, no necesita para nada al propio Dios… O tal vez sí: lo necesita para que se le someta y cumpla lo que él le exige… porque su supuesta oración es una exigencia intolerable al propio Dios, disfrazada de respeto porque no puede negar su finitud, pero haciendo al propio Dios responsable de ella y pidiéndole con insolencia su retribución: él ya es justo, cumple su parte, es casi perfecto en su devoción tal como lo es en su vida… ahora, que Dios cumpla la suya y lo salve definitivamente, que lo justifique, que no le trate tal como debe tratar al resto de los humanos despreciables, sencillos, pecadores, en definitiva: chusma ignorante e impura que no merece consideración ninguna porque no conoce la Ley… Distanciándose del prójimo, o sea no queriendo serlo de nadie, cree preservarse con su esfuerzo para Dios y merecer así su premio…

Paradójicamente, Dios se nos presenta a través de ese prójimo; y quien se aleja para no contaminarse, no podrá acceder nunca a la misericordia, a su encuentro, a la experiencia de la comunión con Él, a la justificación y a la salvación… Quien vive de tal manera que se siente seguro ante Dios porque puede exhibir sus méritos, e incluso comparar “sus obras” con las de los demás; considerando que es su esfuerzo y perfección el que exige la justificación, el premio de Dios, jamás alcanzará a comprender el evangelio, y le impide él mismo a Dios ejercer su misericordia e incorporarlo a su Reinado… está ciego para descubrir la gratuidad y la dicha del amor…

Reconocer con humildad y tristeza nuestra creciente deuda con Dios, nuestra miseria y nuestro pecado; constatar, con agradecimiento y con vergüenza, la incansable paciencia de Dios con nosotros y ponernos confiados en sus manos, pidiéndole perdón, y admirados de su presencia providente y generosa, nos concede el privilegio de sentirnos profundamente amados por Él, de acceder a sus entrañas y no a su justicia, de poder recibir su abrazo y su caricia, de sentirlo a Él nuestro primer prójimo que nos conduce a su familia, nos integra en esa comunión impulsada por su Espíritu, y nos regala misericordiosamente la plenitud de la salvación. Porque ¿quién puede  atreverse a presumir ante Dios, a exhibir sus méritos y su santidad?… ¿Acaso es tan difícil recuperar la sensatez y reconocer humildemente lo que somos?…En ello nos va la dicha y el gozo de la eternidad, de la plenitud, de la asombrosa y gratuita justificación

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