OCASIÓN DE PERDÓN  (Lc 15, 1-10)

OCASIÓN DE PERDÓN  (Lc 15, 1-10)

La alegría de recobrar la oveja extraviada o la moneda perdida no es humana. Jesús nos dice que es la alegría del propio Dios Padre (“el Inmutable” decimos equivocadamente nosotros), que no puede contener su gozo ante cualquier “perdido” que se deja salvar, que se deja encontrar por su Hijo, cuya única obsesión cuando vive entre nosotros, como nosotros, siendo uno de nosotros, es la de ser para todos ocasión de misericordia, de compasión y de perdón; es decir, origen y causa de plenitud y salvación, de incorporación a la propia divinidad como hijo, como hermano y como amigo…

Compartir la mesa en un banquete celebrativo (y especialmente en la cultura y tiempo de Jesús), es la culminación del “encuentro” entre personas, de la confianza, disponibilidad, apertura, hospitalidad; porque implica compartir la vida, ofrecer la paz incondicional y la reconciliación; y, si hubo ofensa, el perdón ya eficaz y constructor de una renovada convivencia. Ése es el escándalo de Jesús sentado a la mesa con publicanos y pecadores, y justamente ése es el motivo de que hable con palabras inequívocas de la alegría de Dios Padre, que se convierte en el reconciliador de anfitriones e invitados, de todos los que celebran la confianza y la amistad de un modo pleno, transformador de sus vidas por la presencia de Jesús, el Hijo.

El escándalo y lo insoportable es la evidencia de que Jesús con su simple presencia y voluntad amorosa de acogida y de acompañamiento, con su dulzura y delicadeza expresada en una sonrisa indulgente y unas palabras consoladoras, es causa de perdón y actualización de la bondad y misericordia divina. Y que él mismo personaliza la eterna alegría del “dador de vida” y la celebración festiva de esa conciliación definitiva que incluye al propio Dios y a la humanidad entera.

No es sólo la “sensación” de que la bondad de Jesús no tiene en cuenta nuestras miserias, y nos ayuda a reconocernos pecadores, sentirnos indignos, cicatrizar las heridas de nuestro corazón, y regalarnos una delicadeza y alegría inimaginable en nombre del Padre de misericordia; sino que es saberse perdonado por el propio Dios ya, sólo por el contacto delicado, pero también exigente y comprometido, con este Jesús que nos transfigura y cambia radicalmente nuestra vida. Somos otros. Ya estamos perdonados. Renacemos inocentes y llenos de ternura. Sin necesidad de haberle abrumado con el relato prolijo y detallado de nuestras infidelidades y errores, sin tener escrúpulos de conciencia, porque no ha hecho falta nada más que nuestra mirada humilde y sincera que se lo confiesa todo sin palabras. Jesús con su simple cercanía, al acompañarnos, nos ofrece la profunda alegría de renacer desde su Espíritu Santo que nos transmite, liberándonos de nuestra obsesión por nuestras culpas y pecados al decirnos que nunca ha querido, quiere, ni querrá Dios, atormentarnos, ni que la angustia de vernos como somos: encenagados y “perdidos”, requiera más explicaciones ante Él que las lágrimas incontenibles de nuestra indignidad, regenerada por su caricia.

La presencia de Jesús es sacramental, porque visibiliza a Dios y convoca a gozar de su perdón incondicional. La única palabra suya es de indulgencia, y su única petición y convocatoria es la de vivir renovados con la fuerza interior que proviene de ese Espíritu Santo que infunde en nosotros al compartir nuestra (y suya) mesa celebrativa y nuestra vida a partir de ahora. Vivir con Cristo es vivir perdonado; su persona es sacramento de la reconciliación y fuente de fidelidad y de esperanza.

Y hay en ello implícito algo fundamental de lo que no nos atrevemos a sacar sus verdaderas consecuencias “teológicas”: el verdadero y fiel discípulo suyo, unido vitalmente a Él, sentado a su mesa celebrativa porque se ha incorporado plenamente al Reino gozando entusiasmado de su llamada, y purificado y limpio por su contacto; es también sacramento de perdón para su hermano, al que hace presente y actualiza esa sonrisa indulgente y definitiva suya. En este terreno sólo tenemos ojos para lo que hemos institucionalizado como “sacramento de la penitencia” queriendo protocolizar hasta el detalle; sin embargo, el encargo “misional” de Jesús no se ciñe a un esquema eclesiástico concreto ni a un ritual protocolario, sino que es, escuetamente, el de anunciar el perdón de Dios y el de perdonar nosotros mismos en su nombre, haciéndolo presente con nuestro “ser prójimos” y convocar a la fraternidad. Hay un perdón real, eficaz, sacramental, que no es el oficial “ministerial”, sino el que aporta “el sacramento del hermano”, y nos hemos de sentir y saber portadores de él desde nuestro sacerdocio común con Cristo “único Sacerdote”, y no temer ejercerlo. En resumen la vocación cristiana es la de salvar a nuestros hermanos, no la de buscar nuestra propia salvación…

Saberse pecador y necesitado de perdón no requiere un ritual ni tiene que ceñirse a un protocolo oficial de una disciplina eclesiástica, sino que es la genuina reacción, honrada y humilde, al contacto con Jesús, hecho presente por la comunión fraterna; y de esa misma lucidez y conciencia de nuestra “maldad” surge nuestra mirada triste y dolorosa (desde los ojos de una fe profunda) a Jesús, que nos la devuelve y transforma con su caricia indulgente a través de la acogida de esos mismos testigos suyos que se convierten para mí en mediadores del perdón divino.

Insisto: como discípulos, todos hemos de sentirnos y sabernos portadores por encargo suyo del perdón sacramental de Jesús, y ejercerlo desde nuestra conciencia orante por aquellos a quienes nos acercamos, con quienes nos vinculamos, y sin quienes no existiría en nosotros vida en Cristo y en su Espíritu Santo.

Todos sabemos que la fuente del perdón es Dios, el único que puede verdaderamente renovar nuestra vida y liberarla. Pero sus mediadores, por voluntad suya, por encargo de Jesucristo, y por unidad con Él en su comunidad salvífica, no son solamente “ministros ordenados canónicamente”, sino todos los real y verdaderamente comprometidos en la causa de Jesús e integrados estrecha y fraternalmente en “su iglesia”.  Nuestra simple presencia, como la del propio Jesús, está llamada a ser cauce y causa del perdón divino, y conciencia de ese perdón de Dios para aquéllos que de ese modo pueden celebrarlo renovados sentados a su mesa. Si nuestra presencia, comprometida y “militante”, no conduce a quienes nos rodean a sentir y saber que el perdón divino les ha llegado ya, y los convoca al gozo de una vida renovada y llamada a siempre y eternamente celebrarlo; o si nosotros mismos no percibimos que ese carácter de ser “sacramentos vivos del perdón”, portadores de él sin reticencias, forma parte de nuestra “misión”; entonces todavía nos falta algo fundamental en el seguimiento, porque de hecho somos todos instrumentos del perdón sacramental de Dios.

Digámoslo sin miedo: la presencia del discípulo, del verdadero discípulo unido vitalmente con Jesús y con esa comunidad fraterna convocada por Él, como la del propio Jesús de quien es sacramento vivo, tal como Él lo es de la presencia de Dios en la tierra, aporta necesariamente la salvación a quien se siente “tocado” por la llegada de su gracia, y con ella el indudable perdón de Dios. Y eso al margen de teologías académicas oficiales y de disciplinas penitenciales canónicas, legítimas y verdaderas, pero siempre parciales, limitadas y “segundas instancias” en el plan salvífico universal divino.

Si nuestra persona y nuestra vida como discípulos, como cristianos, nuestro “encargo misionero”, nuestra asumida tarea “evangelizadora”; en suma, nuestro vivir desde Jesús y “a lo Jesús” no aporta a quienes nos rodean, a nuestro prójimo, la mansedumbre, la dulzura, la delicadeza y la indulgencia que transmitía Jesús; y no nos sienten nunca como aquellas personas comprensivas y cercanas, pacientes y mansas, que contagian con su vida serenidad y paciencia, alegría y esperanza, haciendo con ello perceptible lo estéril e inútil de una vida presa en la telaraña de este mundo; y si, con ello, tampoco sienten en nosotros y con nosotros el perdón real y eficaz, presente y salvador de ese Jesús de quien les hablamos y a quien debemos transparentar, encarnar, y del que somos auténtico sacramento, también pues sacramento del perdón y de su Espíritu renovador; entonces es que algo falta… No un ritual concreto y una mecánica disciplinar oficial y restrictiva, sino lo más importante, lo que da vida: nuestra propia sacramentalidad personal portadora con su presencia eficaz, que es la de Cristo, de auténtico perdón de Dios…

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